Pongamos que escribo de Madrid
Una joven generación de cronistas ofrece originales visiones para renovar el relato de una ciudad que nunca deja de cambiar
Las fotografías de ciudades envejecen: a veces nos muestran un paisaje urbano cuyas vallas publicitarias anuncian productos que ya no se comercializan, y cuyos cines y teatros hoy son centros comerciales. Esto mismo podría ocurrir con las crónicas sobre ciudades, pues las urbes cambian al ritmo de sus habitantes. Para aportar nuevas visiones sobre la segunda capital más alta de Europa después de Andorra la Vella, y al mismo tiempo homenajearla y problematizarla, he aquí varias aportaciones.
La primera de ellas, titulada escuetamente Madrid, es ante todo una celebración de la ciudad a base de estampas, tanto verbales como plásticas, que nos resumen lo que deberíamos conocer sobre la historia y peculiaridades de Madrid. Es el primer título de la editorial Tintablanca, cuyos libros son al mismo tiempo cuadernos de viaje. Entelado en color verde, el volumen sobre Madrid lo firma el periodista Carlos Aganzo, y en lugar de hablarnos de horarios de museos o recomendarnos lugares donde probar croquetas de bechamel semilíquida, desarrolla diez historias que nos hacen partícipes de los encantos e historia de la ciudad. Los bocetos agilísimos de Ximena Maier le aportan un aire desenfadado, ya estén retratando a Goya o a los jovenzuelos que pululan por Malasaña en fin de semana. Aganzo recrea un Madrid querible en el que se aprende lo que fue la ciudad pero también lo que sigue siendo, especialmente en capítulos como el que versa sobre la rivalidad entre colchoneros y merengues. Tras los textos e ilustraciones, un montón de páginas de buen papel permiten que los lectoescritores contemporáneos continúen las historias a su gusto.
Otro libro celebratorio sobre Madrid y su fotogenia es Microgeografías de Madrid (Plan B), de Belén Bermejo. La autora lleva años retratando privadamente sus “no lugares” de la ciudad, como ella misma indica en el prólogo, y en este libro cuadrado y polícromo saca a la luz sus instantáneas de paredes, texturas, puertas, ventanas y demás sorpresas de una ciudad que a veces se parece a Viena, a Budapest o incluso a Nápoles, pues con su mirada detallista Bermejo logra sacarle parentescos insólitos. Los breves textos que acompañan algunas de las fotografías funcionan como microensayos que reparan en aspectos infraordinarios de la cotidianidad: “En la estación de metro de Argüelles hay una baldosa que no es como el resto: es de distinto color. Siempre me pregunto a qué es debido: ¿se acabaron las baldosas comunes y sólo tenían esta?”.
La mirada es detallista: se detienen en una baldosa especial o reparan en el sonido machacón de los helicópteros
Más centrado en lo contemporáneo y muy crítico con las derivas actuales de las políticas urbanas es el libro del periodista y poeta Sergio C. Fanjul titulado La ciudad infinita. Crónicas de exploración urbana. El texto surge de un proyecto veraniego: el de caminar desde Lavapiés —su barrio— hasta cualquier otro distrito de la ciudad, por lejano que fuese, autoproclamándose así “Paseador Oficial de la Villa”. En sus maratonianas caminatas por Madrid y alrededores, Fanjul se emparenta con activistas del paseo como las escritoras estadounidenses Jane Jacobs y Rebeca Solnit, y también con proyectos geográficamente más cercanos como los recorridos por la periferia madrileña que la escritora Elvira Navarro narra en su blog Madrid es periferia. Fanjul se introduce por cualquier rendija que tiene a mano para ofrecernos reflexiones de poderosa capacidad evocativa (“Los baños de las estaciones de autobuses siempre son sórdidos y sucios, un fracaso de la civilización, de la higiene y la convivencia”). Sus símiles y metáforas dan en la diana, por ejemplo al referirse a los repartidores de Glovo y Deliveroo como “jornaleros del carbohidrato”. No cabe duda de que Fanjul escribe para su generación, pues su mirar de trabajador autónomo que sobrevive como puede está en total sintonía con la precariedad que se va extendiendo peligrosamente en nuestras sociedades y que padecen particularmente los más jóvenes. A lo largo de la lectura de estas crónicas surgen preguntas similares a las que generan los textos psicogeográficos sobre Londres del escritor británico Iain Sinclair: ¿acaso hubo una época utópica de la ciudad que ya quedó atrás? Y de ser así, ¿sería posible recuperarla? ¿O el tono levemente melancólico está más bien vinculado a la añoranza por un futuro de calidad que no tendrá lugar?
Lecturas
Madrid, Carlos Aganzo (tecto) y Ximena Maier (ilustraciones). Tintablanca, 2019. 240 páginas. 28,90 euros.
Microgeografías de Madrid. Belén Bermejo, Plan B, 2019. 112 páginas. 18,90 euros.
La ciudad infinita. Crónicas de exploración urbana. Sergio C. Fanjul. Reservoir Books, 2019. 192 páginas. 17,89 euros.
Un chalet en la Gran Vía. Alberto Otto. Terranova, 2019. 104 páginas. 16 euros.
Madrid es periferia. Elvira Navarro. madridesperiferia.blogspot.com
El narrar meticuloso de Fanjul en este libro tiene ciertos vínculos con el de Raquel Peláez en¡Quemad Madrid! o llevadme a la López Ibor (Libros del K.O.), ilustrado por Alfonso Zapico y prologado por Santiago Lorenzo. En ambos casos, comprobamos una vez más que la mirada de aquellos que llegaron a la ciudad ya de adultos es especialmente aguda y, por tanto, muy dotada para posarse en fenómenos tan madrileños como los sándwiches de Rodilla o el sonido machacón de los helicópteros que sobrevuelan a menudo la ciudad.
Una de las imágenes más recurrentes de Madrid es la de la Gran Vía, pintada de modo hiperrealista por Antonio López y pateada en su versión inverosímilmente desierta por el actor Eduardo Noriega en la película Abre los ojos, de Amenábar. En la Gran Vía se encontraba también el hotel Florida hasta 1964, un refugio esencial para personalidades como Robert Capa, Gerda Taro o Arturo Barea durante la guerra civil española; lo que allí sucedía lo cuenta la estadounidense Amanda Vaill en su ensayo que lleva el nombre del hotel y fue publicado en Turner en 2014.
El más joven de los autores de este escaparate, el madrileño Alberto Otto, tampoco se olvida de la centenaria avenida en Un chalet en la Gran Vía (Terranova). En sus breves textos recrea situaciones que habrían podido pasar en Madrid (que un árbol cayese sobre una caseta en la Feria del Libro, que fuese obligatorio ir de la mano por la calle…) y encuentra pasadizos subterráneos imposibles, como el que conectaría la zona de congelados de El Corte Inglés con las cocinas del Ayuntamiento. Otto también da nombre a arquetipos que ya existían pero que necesitaban ser clasificados, como el coinhunter o buscador de monedas, que, por si encuentra algún céntimo de euro suelto, “todavía mete los dedos en la última cabina de teléfono de Madrid”. Además de fantasear sin trabas, los textos de Un chalet en la Gran Vía recogen multitud de elementos madrileños que sí son tangibles, para bien o para mal, como los enormes camiones de reparto que colapsan cada día las estrechas calles del centro y los escupitajos que brillan en las aceras del barrio de Salamanca.
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