Una mujer alemana
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Un día de marzo de 1933, la doctora Hertha Nathorff fue al cine en Berlín con una amiga y vio a Hitler en el palco de honor. Nathorff era una ginecóloga distinguida, con una consulta privada muy próspera y un puesto de dirección en una clínica en la que atendía sobre todo a mujeres. Su marido, también médico, dirigía un hospital importante en Berlín. Tenían un hijo de 10 años. Vivían en un apartamento grande y confortable. Como la doctora era alta y rubia, con los ojos muy claros, los pacientes no pensaban que pudiera ser judía. Un día, una señora a la que Nathorff había salvado la vida unos años atrás en un parto muy difícil vino a visitarla con el hijo nacido entonces, vestido orgullosamente con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Muchas personas, observó la doctora, hacían comentarios antisemitas sin ningún tono de maldad, más bien como de oídas, como por distracción, por seguir la corriente. Cuando ella les hacía saber, con educación y firmeza, que también era judía, muchos de esos pacientes, hombres y mujeres, reaccionaban como avergonzados, o sorprendidos, o incómodos. Una señora le mandó después una carta pidiéndole disculpas y un ramo de flores.
La doctora Hertha Nathorff, una mujer cultivada que tocaba el piano y que en su juventud había vacilado entre hacerse médica o cantante de ópera, había anotado en su diario, el 30 de enero, el nombramiento de Hitler como canciller provisional de lo que todavía era la República de Weimar. En algunos pacientes había observado esos días caras de preocupación; en otros, de puro júbilo. Apenas dos meses después, la noche en que vio a Hitler en el palco del cine, ya había ardido el Reichstag y habían empezado las detenciones, los desfiles agresivos con antorchas, los primeros boicoteos a comercios judíos. Pero la fuerza narcótica de la normalidad es tan poderosa que muy pocas personas se daban cuenta de la escala de lo que ya estaba sucediendo. Hertha Nathorff llegó al cine con su amiga después de una jornada muy fatigosa en la clínica y observó que todo el mundo en el patio de butacas alzaba la mirada en la misma dirección, y allí estaba Hitler. Nathorff anota que había mucha agitación entre el público, pero no dice que sonara un aplauso. Lo que cuenta es que se fijó en los ojos y en las manos de Hitler, y le dijo a su amiga: "Este hombre será nuestra desgracia y la de Alemania. Lo tengo claro, ahora que he visto sus ojos y sus manos". De lo que había visto en esos ojos y esas manos no dice nada más. Sabemos que los ojos eran muy claros y redondos, y que miraban con una intensidad entre demente e hipnótica. No recuerdo haber leído nada sobre las manos de Hitler.
Las de la doctora Nathorff tendrían la suavidad sensitiva, la capacidad de máxima y delicada precisión requeridas para tocar el piano, para auscultar la carne humana dolorida y practicar la cirugía. Unos meses más tarde, Hertha Nathorff había sido expulsada de su trabajo en el hospital. Al cabo de menos de seis años, cuando se miraba las manos, las veía rojas y ásperas, gastadas por el trabajo de fregar y limpiar, y ya temía que nunca más volvería a tocar el piano ni a examinar a un enfermo. En muy poco tiempo lo que parecía inconcebible había sucedido, lo sólido y lo normal y razonable se había desmoronado, y Hertha Nathorff, su marido y su hijo, después de ir perdiendo uno por uno todos los asideros que habían dado por firmes en sus vidas, eran tres exiliados sin oficio ni beneficio, sin amistades, sin posición social, tratando malamente de buscarse la vida en Nueva York. Porque habían logrado escapar de Alemania podían contarse entre los privilegiados. Pero el trauma del acoso gradual, del terror, de la exclusión, de la soledad sin amparo en una ciudad abrumadora y en un idioma que aún no conocían es probable que ya no los abandonara nunca. Un día de septiembre de 1941, Hertha Nathorff sale de su casa y echa andar hasta que se hace de noche y llega a la orilla del Hudson. Escribe en el diario: "El agua me llamaba, me atraía… Así que me quité los zapatos, el abrigo y el sombrero, y lo dejé todo en un banco, al lado del bolso". La traducción de Virginia Maza es de una gran belleza. Parece que estamos leyendo una escena de esa tremenda novela de Isaac Bashevis Singer sobre exiliados europeos, Sombras sobre el Hudson. Cuando ya está a un paso del agua, Nathorff se detiene al oír una voz que le habla en alemán en la oscuridad: “¿Qué está haciendo? ¿Adónde va?”. A un desconocido, un compatriota igual de desterrado que se encontraba por azar junto al río, le debió esa noche Hertha Nathorff la vida.
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Hemos leído otras veces historias semejantes. En el diario mucho más copioso de Victor Klemperer hemos podido asistir a ese acoso metódico y a la vez gradual que va haciendo que se vuelvan normales paso a paso crueldades y abusos inauditos. Habrá un día en que no podrás seguir ejerciendo como médico en la sanidad pública, aunque sí, temporalmente, mantener una consulta privada. Llegará otro en que no podrás ir por la acera, y otro en que no podrás sentarte en la mayor parte de los bancos públicos, aunque sí en algunos. La caída en el horror parece menos definitiva porque durante mucho tiempo habrá sido complicada, difusa, administrativa. Los que creías tus compatriotas, tus vecinos afables, hasta en algún caso tus amigos cercanos, no se habrán vuelto de golpe desconocidos y enemigos. Habrá alguno que te seguirá mandando una felicitación de cumpleaños, aunque con la precaución de no poner su nombre en el remite. Habrá quien te recomiende disimulo y paciencia, quien un día te vea de lejos y se cambie de acera. Todo son grados. Habrá quien aproveche tu desgracia para no devolverte un favor o pagarte una deuda, y quien no permita que su hijo siga jugando con el tuyo: y quien te delate, y quien te torture.
Llevo muchos años leyendo este tipo de testimonios, pero justo esta vez, al descubrir el diario de Hertha Nathorff, me doy cuenta de que ahora, en la edad de Trump, Bolsonaro, Salvini, Orbán, Putin, de las multitudes de nuevo intoxicadas por las pasiones cerriles del nacionalismo y la xenofobia, las leo de otra manera. La posibilidad de lo inimaginable y de lo peor ya no pertenece solo a los libros de historia.
Diario de una alemana. Hertha Nathorff. Traducción de Virginia Maza. Libros de Trapisonda, 2018. 223 páginas. 15,55 euros.
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