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Un hombre paciente llorando

Hugo Chávez lo encarceló sin que mediara delito En la cárcel aprendió paciencia, que aún ejerce en la vida

Juan Cruz
Herman Sifontes, sentado en el paseo de Recolesto (Madrid).
Herman Sifontes, sentado en el paseo de Recolesto (Madrid).

Herman Sifontes, venezolano, 57 años, mira el mantel blanco, recuerda el peor momento de su vida. Mayo, 2010. Estaba en su oficina de banquero de microcréditos en Caracas, cuando entró la policía chavista. “En ese momento me esposaron”. El recuerdo se convierte en sollozo, llora. Ahora está en Madrid, es también ciudadano español. En la cárcel aprendió la paciencia.

Hugo Chávez, el presidente venezolano, tardó un tiempo en “inventar un delito” para explicar el encarcelamiento de Sifontes y de sus socios. La misma arbitrariedad lo sacó de la cárcel, más de tres años después, cuando se rumoreó que el dictador había muerto en La Habana.

En la vida personal, crecieron los hijos, lo abandonó su mujer y, al salir de la cárcel, marcado a fuego (cerca del suicidio) por esa ausencia, contó a amigos y conocidos cómo había sido el cautiverio. “Sin rencor, solo para explicar”. Al escucharlo, una artista, Diana López, se enamoró de él. Ahora es su mujer, se acarician y ríen en un bar de Recoletos. Antes y después de la cárcel, Sifontes ha ejercido de filántropo de los artistas venezolanos del interior y del exilio. Su vida está marcada por la cárcel.

Un día este hombre de pelo blanco y escaso estaba de espaldas, esperando a un conocido. Miraba a los celajes, abstraído. Había aprendido a vigilarse por dentro, “a aprender paciencia”, a ver cómo viene y se va la luz. Como los presos uruguayos que se enamoraban de los pájaros, él buscaba un trozo de luz para sentirse vivo y no enloquecido.

La ONU se pronunció sobre su detención: “Es arbitraria”. Todo fue arbitrario. “Habíamos creado la empresa, ladrillo a ladrillo, para ayudar a pequeños ahorradores. Cuando supimos que iban a detenernos nadie quiso irse. Un momento de muchísima tensión y dolor. A las 19.30 me quité la chaqueta y entonces entraron en la oficina y me esposaron”. Ahí, Sifontes llora.

Sigue haciendo terapia contra la soledad, contra los malos sueños. El fiscal, que fue de una dureza inhumana, se arrepintió del acoso y ahora, fuera de su sitio de acusador, le escribe cartas de saludo y disculpa. Agotado, sin miedo y sin fuerza, “era como si hubiera entrado en el infierno. No sé si iré al cielo, pero si me tocara ir al infierno ya sé cómo se entra. Y también cómo se sale”. En “el infierno” había “pederastas, asesinos, seres humanos con delitos muy amplios y en circunstancias que da pavor relatar”.

El infierno consiste también en “la pérdida de identidad, no solo en la pérdida de la libertad. No eres nadie: un ser humano más que pena alrededor de otra gente acusada de delitos espeluznantes”. El infierno también está afuera: “Ahora podemos pasear por Madrid, Nueva York, Lima o Bogotá, pero mientras no seamos libres en Venezuela el infierno va con nosotros”.

La cárcel le enseñó paciencia. Pero cuando evoca el infierno que habita su memoria vuelven a sus ojos la emoción y el sollozo. Habitante ahora del extranjero al que a muchos ha lanzado la situación de su país, dice Sifontes: “Ahora tengo también la nacionalidad española. Pero lo que quiero es ser venezolano. Venezuela es el país que amo. Lo que sé hacer es ser venezolano”.

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