Andrés Calamaro, un pirata intratable
El músico ofrece un visceral concierto en las Noches del Botánico, demostrando que su figura es tan explosiva como capital en la música española
Con pañuelo pirata en la frente y moviéndose como una culebra salida de la cesta, Andrés Calamaro pisó anoche el escenario de las Noches del Botánico como quien mete la carabela en la isla del tesoro derrapando. Acelerado y sin medir la estrategia, pero con la idea en la cabeza de que todo merecía la pena. Atacó con Alta suciedad, uno de sus golpes fuertes, con un órgano blusero y abrasivo, y de ahí se lanzó con Verdades afiladas, el primer single de su último disco, Cargar la suerte. Dos canciones tan dispares como dispares son las expectativas que despierta este músico fuera del molde. Daba igual. De primeras, lo único que parecía importar era su condición de intratable.
Calamaro no se puede medir como se mide lo corriente. No es algo que él explote como promoción. Incluso quizá es algo que no sepa, o al menos mida. Es algo que está dentro de él, como su música, que se revuelve orgánica y física, poco entregada a las contemplaciones fáciles. Es muy visceral, por momentos alocada. Anoche sucedió así. Su rock, tan bonaerense como madrileño, se zafó de todo cliché. Tenía algo de febril, como esas noches etílicas inolvidables, pero de las que al día siguiente no recordamos nada. Febril como la vida misma.
La vida misma es aquella que pasa por un álbum como Cargar la suerte, un disco que es mejor de lo que dijo su discreta repercusión cuando salió publicado el año pasado. Al menos bastante mejor que sus inmediatos predecesores como Volumen 11, Bohemio y On the rock. En sus medios tiempos, surge el Calamaro de una fuerza emocional decisiva, como en Transito lento, Cuarteles de Invierno y My mafia, que sonaron contundentes. Una pena que fueran las únicas composiciones de esa especie que de ese álbum se tocaron anoche, dejando fuera otras como Diego Armando Canciones, Egoístas o Voy a volver. Ahí, mirándose al espejo, Calamaro es un género en sí mismo.
Como lo es, de otra forma, cuando suenan canciones de Los Rodríguez. Anoche pasó cuando encaró A los ojos, pero sobre todo Mi enfermedad y La milonga del Marinero y el Capitán, cantadas con la garganta en lija, a modo teatral y tabernario. Es inevitable pensar cómo sería el mundo, el inestable mundo de la música, si regresasen Los Rodríguez, ese júbilo sonoro irrepetible que pasó por los noventa como un rayo. O si nunca se hubiesen separado. Quién sabe. Poco importa cuando la verdadera cuestión es la siguiente: ¿cómo sería el mundo, nuestras vidas, lo que pasó en ese tiempo lejano, si este grupo no hubiese existido? Pues sería más aburrido, menos gozoso, nunca igual de celebrativo. Los Rodríguez fueron una excusa para ser felices.
Hace tiempo que Calamaro no es esa excusa, ni lo busca, pero la simboliza por ser hacedor indiscutible de Los Rodríguez. El músico argentino representa al creador total, inestable e imparable, donde hay tantas luces como sombras, que, si se va a hundir con el transatlántico de sus días de gloria, toca la última canción despidiéndose de la punta del iceberg, como hizo la orquesta del Titanic. Calamaro, que leyó un poema dedicado a la ciudad de Madrid escrito por su puño y letra, tiene el impulso de loco de bar, de derrochador que persigue imposibles, pero los persigue. No todos pueden decir lo mismo. Y es cierto que no siempre funciona esa búsqueda, porque ayer hubo momentos más flojos como Las oportunidades o Falso LV. Pero, con todo, ayer había algo a lo que sujetarse.
Anoche, su música sonó algo desesperada, muy urgente, parándose poco en los detalles, en el preciosismo. Pero había algo en ella que también la hacía necesaria, tal vez porque el hombre que hay detrás del personaje público la cantaba sin comisuras y demostraba que el artista siempre será aquel que no mide los pasos, como pasó en la forma de cantar La parte de adelante, Estadio Azteca o Loco. O cuando salió Coque Malla a cantar Tuyo siempre, testificando que hay algo fiero y vivo en la música de Calamaro. Pero nada fue comparable a cuando Coque se puso al micrófono en Crímenes perfectos, una canción como pensada para el propio Malla. Como pensada para cualquiera que ame la música y la ejecute con maestría. Fue ahí cuando la historia puso a Calamaro en el lugar que le corresponde. Sus mejores canciones son patrimonio del cancionero español de una forma tan imbatible que, en el fondo en estos días precipitados, se suele olvidar, empezando por el propio Calamaro, que debe pensar que para qué necesita la historia si todavía no sabe cómo poner orden en el ahora. Un ahora que, como un torbellino, se concentró en Paloma y su locura de corsario. Y en la Flaca y Me estás atrapando otra vez, cantadas con la ayuda de Coque Malla, en un subidón de primera.
No había estrategia: el barco del pirata entró derrapando en la isla. Quizá porque no hay otra manera de cantar a Calamaro. De ser Calamaro.
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