Diario de Tenderloin, o cómo amamos la horquilla de Lucas Pope
El diseñador Alberto Oliván, de Fictiorama Studios, relata para 1UP cómo fue vivir ser finalista del 'Sundance' de los videojuegos
Jueves, 3 de enero de 2019
"¡Eh, tenéis que echar un ojo al enlace!", dice el mensaje del grupo de WhatsApp de Fictiorama. Una cara sonriente cierra misteriosamente la frase. Son las 19.32, es de noche, y el frío es tan punzante en Madrid que pienso en guardar el móvil y no abrir el link hasta llegar a casa. Pero sucumbo a la tentación mientras atravieso la Gran Vía. El enlace lleva directamente a un artículo de la página oficial de los premios IGF 2019: nuestro Do not feed the monkeys ha recibido tres nominaciones y una mención de honor. Una de las nominaciones, al mejor juego del año.
Risas, bromas, incredulidad. ¿Cuatro tipos del extrarradio nominados con su segundo juego a los premios más importantes de la industria independiente? Algún miembro del jurado se ha equivocado al votar. Seguro que ha sido eso. Pero el móvil hierve con más mensajes, y ya no hace tanto frío. Felicitaciones, más bromas. Incredulidad. "Va a ser el año de Lucas Pope", comenta alguien. Más felicitaciones. "Se los va a llevar todos de calle, seguro". "Pero, ¿de verdad estamos nominados? "Sí, sí. De verdad. Así que id preparando la maleta, que sólo quedan tres meses".
Una hora después, la noticia ha adquirido el color rojo de las luces navideñas reflejadas en la pantalla de mi móvil. Entonces me doy cuenta de que sigo en la Gran Vía, de que apenas me he movido unos metros, y de que, aunque mi corazón late muy rápido, me cuesta sentir los pies por el frío. "¡Nos vamos a San Francisco!", dice un nuevo mensaje.
Pues sí. Todo indica que la cosa va en serio.
Domingo, 17 de marzo de 2019
"Mario, Luis y Alberto Oliván Tenorio. Sois hermanos, ¿verdad?", pregunta con perspicacia el azafato. Asentimos con la cabeza en silencio, mientras etiqueta nuestras maletas. Nos queda por delante una semana de conferencias, tres días de exposición y la gala de entrega de premios. Son las 6.30 de la mañana, y nuestro instinto nos dice que debemos conservar fuerzas.
El plan del día es hacer escala en Londres, donde esperaremos 5 horas hasta el siguiente vuelo. Ya en San Francisco nos encontraremos con Denis Asensio, que vuela directamente desde Polonia.
La película del avión: La favorita, de Yorgos Lanthimos, un dramón de conjuras y traiciones con aire a Las amistades peligrosas que me deja los pelos de punta. A medio viaje, los tres hermanos jugamos alrededor de la consola portátil. Risas, complicidad, y algunas viejas rencillas que cultivamos con mimo desde los tiempos del Spectrum familiar. Un ritual que llevamos repitiendo más de 30 años, y que en cierta forma, ha sido la semilla de Fictiorama Studios y de todo lo que ha sucedido desde entonces.
El resto del viaje pasa dentro de esa burbuja entre el sueño y la vigilia propia de los vuelos transoceánicos, donde la oscuridad y el ruido de los motores hacen que parezca que el tiempo se ha detenido, pero el dolor de las piernas pegadas al asiento de delante te recuerda que no, que el tiempo sigue su curso, y que cada segundo que vayas a seguir sentado la cosa sólo puede a ir a peor.
Aterrizamos. Una interminable cola de espera en el control de fronteras hace que salgamos del aeropuerto 24 horas después de partir de Madrid. Denis ya nos está esperando fuera. Taxi y hotel: los cuatro estamos exhaustos. Pero antes de dormir, pensamos en comer algo. Así que pedimos una porción de pizza en el Domino's de la esquina. El dependiente nos da una lección magistral de lógica de paraíso capitalista: "Por nuestra política de ofertas, una pizza completa os va a salir más barata que pagar un trozo suelto." Así que al final salimos de allí, hechizados por la ley de la oferta y la demanda, cada uno con una pizza mediana bajo el brazo. En el hotel, el cansancio y el jet lag hacen que comamos sólo una porción, y enterramos avergonzados el resto del botín en lo más profundo de la papelera de la habitación.
Ya estamos es San Francisco. De vez en cuando, sonidos de gritos, golpes y vidrios rotos atraviesan el cristal de la ventana mientras intentamos dormir algo.
Lunes, 18 de marzo de 2019
"Es una ciudad preciosa, fantástica. Moderna, abierta, multicultural. San Francisco es un paraíso de la tolerancia. Pero hagáis lo que hagáis, no os alojéis nunca en Tenderloin. Ese barrio es un infierno, sobre todo por la noche", nos habían advertido. Pero nuestra economía de tipos de extrarradio no daba para mucho más. Así que, si existía un epicentro, un corazón, un núcleo profundo en el barrio de Tenderloin, nuestro hotel estaba justo allí.
Salimos por la mañana en dirección al Moscone Center, lugar donde se celebrará la Games Developer Conference (GDC) y la exposición de los juegos nominados a los premios IGF. La exposición arrancará el miércoles, pero las charlas de la GDC dan comienzo este mismo día. Al atravesar la puerta del hotel, un sin techo nos grita algo ininteligible, mientras se aleja cojeando con una bolsa de plástico entre las manos. Unos metros más abajo, una mujer agazapada está inyectándose algo en el brazo. “Tenderloin es el barrio de los vagabundos", nos habían advertido. "Hay miles de ellos. En principio, no son peligrosos. Pero es mejor que no interactuéis. La inmensa mayoría tienen problemas mentales, de adicciones, enfermedades graves... Mirad al frente e ignorad que están allí. Es lo que hace todo el mundo".
Visitar la GDC por primera vez impresiona. La conferencia se celebra en tres edificios distintos perfectamente coordinados, acogiendo a miles de visitantes de todo el mundo. La organización funciona como un auténtico reloj: las acreditaciones, las conferencias, los horarios, los ponentes, los puestos de ayuda, las exposiciones de juegos... Todo fluye de una forma tan milimétrica y natural que, con el paso de los días, la posibilidad de presenciar un fallo técnico o un retraso llega a parecerte algo tan improbable como disparatado. Además, el ambiente es amable, cordial, seguro. Tan cómodo que en apenas unas horas te haces con el lugar y con el ritmo. Y no lo sueltas hasta el día de la clausura.
El panel de conferencias nos abruma: decenas al día, centenares durante toda la semana. Nombres conocidos y estrellas emergentes de la industria compartiendo su conocimiento en píldoras de media hora. Así que el día pasa rápido entre charla y charla. Al final de la jornada nos invitan a la fiesta que celebra la plataforma digital Humble Store, en un bar a unos diez minutos del Moscone. Ambiente universitario, música country y mesas de beer pong. Todo desprende una agradable sensación de confort y buen rollo. "Un buen broche para el primer día", pienso, mientras el jet lag nos hace comer techo en la habitación del hotel. “¿Nos habremos cruzado ya con Lucas Pope sin darnos cuenta?”
A mitad de la noche, dos sin techo empiezan a discutir a gritos en la acera de enfrente. Además, alguien está rompiendo botellas vacías unos metros más allá. Mientras intentamos dormir, el hervidero triste de Tenderloin hace vibrar de vez en cuando el cristal la ventana.
Martes, 19 de marzo de 2019
Segundo día de GDC. A partir de miércoles comienza la exposición, lo que nos obligará a permanecer el resto de las jornadas a pie de stand. Así que hoy, al igual que ayer, acordamos tomárnoslo con mucha calma.
Vemos algunas charlas. Comemos. Paseamos por los edificios. Nos sacamos unas fotos como recuerdo, no vaya a ser que en casa no crean que estuvimos aquí. Cafés aguados a precio de oro y compra de libros en la tienda oficial. Aún no nos hemos cruzado con Lucas Pope. Más charlas. Descansos en la zona común.
La media de edad de los asistentes ronda los 30 años. La mayoría, personas anglosajonas blancas de clase alta y estudios superiores. Muchos profesionales haciendo contactos, prensa especializada y estudiantes buscando su primera oportunidad. Ambiente de moderna conciencia social. La propia GDC es un oasis en ese sentido: carteles con normas de tolerancia en cada pared, papeleras con cinco cubos de reciclaje diferentes y consejos sobre el uso responsable del agua junto a cada fuente pública, recalcando la absoluta necesidad de cambiar tu botella de plástico por una de vidrio. Dentro de las cristaleras del Moscone Center se ha creado una burbuja de seguridad y cordialidad que durará intacta hasta el día del cierre. Se está realmente cómodo aquí dentro. Y el único peaje para acceder es pagar el precio de la acreditación.
Por la tarde decidimos visitar la ciudad. Las calles de China Town nos llevan directamente al barrio de North Beach, donde la librería City Lights de Lawrence Ferlinghetti aún sigue en pie. En la esquina, nos tomamos una cerveza en el Vesuvio Cafe, lugar donde Ginsberg, Kerouac y el resto de la generación beat conspiraban para hacer reventar las costuras del sistema a base de gasolina, literatura, bebop y mística zen. En ese momento, el adolescente que durante un verano sin vacaciones leyó En el camino en un rincón recóndito del imperio siente cosquillas en el estómago.
Al final del día, nos invitan a la fiesta del publisher Devolver Digital. Cuando llegamos, una larguísima cola a la entrada de una nave industrial reconvertida en discoteca augura un ambiente muy diferente al de ayer. Esperamos. Frente a la puerta nos cachean dos vigilantes, mientras los graves de la música hacen vibrar las vallas metálicas que rodean la entrada. Una vez dentro, el ruido, el calor y el evidente exceso de aforo nos golpean en la cara. Huimos rápido. Cenamos algo y volvemos pronto al hotel: mañana será la entrega de premios.
Intentamos dormir. Fuera, el oscuro insomnio de Tenderloin araña de vez en cuando la ventana.
Miércoles, 20 de marzo de 2019
Llegamos al Moscone temprano: la exposición comienza hoy, y queremos comprobar que todo funciona bien antes de que se abran las puertas. En la zona de stands descubrimos con sorpresa que han situado Do not feed the monkeys entre el juego de Terry Cavanagh, una de las mentes más brillantes y fértiles de la industria, y el juego de Lucas Pope. Bromas, risas, incredulidad. "¡Estamos en la pole!". “Seguro que quien repartió los expositores ya está despedido”. Miríadas de fotos inmortalizando la escena.
El público comienza a llegar y también lo hace Cavanagh, que con su impecable acento british y su cordialidad inglesa acepta con modestia nuestros nerviosos cumplidos, y tras darnos la mano, nos habla de su nuevo juego.
Y unos minutos después, aparece Lucas Pope. Cruza despacio y con parsimonia la sala. Anda lento y concentrado, espigado y mirando al frente, como si supiera de memoria dónde situar cada uno de sus pasos. Detrás de él va su hermano, que se encarga de encender y preparar el equipo. Les miro de reojo. De pie frente al expositor, comparten algunas palabras inaudibles mientras se miran con seriedad cómplice. Me parece ver a Lucas Pope suspirar mientras realiza unos leves contoneos de hombros y cuello, como el de los boxeadores a punto de entrar en el ring. Después, se quita y vuelve a colocar una brillante horquilla negra que lleva en el pelo, y su rostro adquiere la solemnidad de un jeroglífico o una esfinge. Y ya no puedo ver más: un numeroso grupo de personas empiezan a arremolinarse en su stand y, pese a que estamos a su lado, le perdemos de vista de vista durante horas.
A la gente que se acerca a nuestro juego parece gustarle lo que ve. Algunos ya lo conocen. Otros, incluso, ya lo han comprado. A la mayoría simplemente les suena, y quieren echar una partida. La prensa nos hace algunas entrevistas, donde al final, de manera inevitable, las respuestas se repiten: “¿Género? Es difícil decirlo. Nosotros definimos nuestro juego como un simulador de voyeur digital". “Sí, por supuesto. La experiencia es una reflexión sobre la privacidad, la curiosidad y nuestro instinto básico de entrometernos”. “Claro, nuestra intención es hacer una crítica política y social, pero siempre bajo una capa de sátira y humor negro”. “No, a vosotros. De verdad: muchas gracias por la entrevista”.
Salimos a comer y, de camino, un chico se fija en nuestras camisetas promocionales. Nos grita al pasar: “¡Ey, conozco vuestro juego! ¡Y mola!”. Nos damos la vuelta y sonreímos, saludándole con la mano. Y mientras seguimos andando, me doy cuenta de que los cuatro hemos ido acompasando nuestros pasos, que ahora suenan al unísono sobre la acera. Hoy hace un precioso día soleado en San Francisco.
Tras la comida, volvemos al hotel a cambiarnos para la ceremonia de entrega de premios. “¿Estáis nerviosos?”. “Venga, si ya sabemos quién se va a llevar todo este año”. “Si, ya. Pero, ¿estáis nerviosos?” "Bueno. Quizá un poco”.
Unas horas después, ya de madrugada, estamos de vuelta en el hotel. Y quizá es que el día ha sido muy largo, o que nos hemos pasado de frenada con las copas, pero el infierno de Tenderloin parece hoy un poco más tranquilo al otro lado de la ventana.
Jueves, 21 de marzo de 2019
La primera media hora de exposición en el Moscone Center está siendo tranquila, parece que a los visitantes les está costando madrugar. Así que aprovechamos la calma para acercarnos a conocer, por fin, a Lucas Pope.
Él y su hermano están de pie junto a su stand, ensimismados y en silencio, como si escucharan una canción que sólo ellos pueden oír. “Conozco vuestro juego, Josué Monchán me habló de él”, nos dice mientras nos estrecha la mano. Se mueve con parsimonia y gravedad, casi como si lo hiciera debajo del agua. “Él es Caleb, mi hermano. Viene conmigo a estos eventos para echarme una mano. Así podemos pasar un tiempo juntos.” Caleb asiente con la cabeza. Lucas Pope sigue hablando, y su voz suena abstracta y melancólica, como si se callara cosas que no pudiera contar. “Vivo en Japón y es difícil vernos más a menudo”, dice, mientras se quita y coloca de nuevo, con cuidado, la horquilla negra que lleva en el pelo. Entonces regresa esa expresión de jeroglífico o de esfinge, y me doy cuenta por primera vez del equilibrio: la gravedad, la leve tristeza, esa canción privada, el aire espigado y lento, la horquilla y sus juegos. Todos los elementos, de alguna forma, encajan sin fisuras como teselas.
Hago un ejercicio de imaginación mientras los visitantes de su stand nos obligan a terminar la charla: esa brillante horquilla negra quedaría ridícula en la cabeza de cualquiera de nosotros. Sería como una nave alienígena, llegada de otro tiempo y de otro mundo, aterrizando sobre un planeta equivocado. Aunque hay algo que me consuela: me temo que esa horquilla aún le quedaría peor al bueno de Terry Cavanagh.
Al acabar la jornada, noche de españoles en San Francisco. Historias, cotilleos y anécdotas que el curry y la cerveza hacen especialmente divertidas. Terminamos la noche en la azotea del hotel Marquis, donde a través de la cristalera pueden verse las luces de los barcos que entran y salen de la bahía.
Viernes, 22 de marzo de 2019
Último día de GDC y de exposición. Los visitantes se arremolinan en los stands con prisa: la clausura está programada para antes de la hora de comer. Curiosos y prensa siguen acerándose a Do not feed the monkeys durante toda la mañana, mientras los cuatro nos turnamos para poder acudir a las últimas conferencias. La gran Meg Jayanth, que había conducido la gala de entrega de premios dos días antes, se acerca a charlar con nosotros a última hora, y aprovechamos para contarle efusivamente cómo nos gustan todos y cada sus juegos.
A las 14.00h se cierran las puertas del Moscone, y comenzamos a recoger el equipo. Lucas Pope y su hermano guardan lentamente los transformadores y los cables, con esa seria complicidad compartida, como de ritual o de ceremonia. Cuando terminan, se acercan a nosotros: "Ha sido un gusto conoceros. Sois hermanos, y para nosotros la familia es importante", dice Lucas, mientras nos estrecha la mano. "¿Nos hacemos una foto?", preguntan. Y entonces los cuatro tipos de extrarradio nos miramos sorprendidos, como si el mundo se hubiera dado la vuelta. Como si de repente la gravedad se hubiera invertido, o alguien hubiera alterado el ritmo natural de las estaciones. "Claro... ¡Claro! Por supuesto". Todos miramos en silencio a la cámara.
Antes de marcharse, Caleb se sube de un salto a nuestro stand, y con un destornillador logra desencajar para nosotros el cartel que llevábamos un tiempo intentando llevarnos, y que ya habíamos dado por perdido. "Buen viaje de vuelta", dice Lucas, mientras se ajusta la horquilla del pelo. Y ambos se alejan como andando bajo el agua, escuchando su canción privada.
Llueve a cántaros fuera del recinto. Un caos de camiones y furgonetas preparados para la recogida colapsan la calle. Cientos de visitantes se refugian de la lluvia bajo las marquesinas de Moscone mientras esperan el coche que han pedido, y que por la ley de la oferta y la demanda, hoy alcanza un precio delirante. Los guardias de seguridad meten prisa a los expositores para que abandonen el edificio. Malas caras, tensión, paraguas abiertos y material electrónico que empieza a empaparse. La confortable burbuja de la GDC debe desinflarse muy rápido para que quepa de nuevo en su caja.
Tarde libre. Ya de noche, caminando de vuelta al hotel por las calles de Tenderloin, me doy cuenta por primera vez desde que llegamos a San Francisco de un detalle llamativo: los sin techo dejan siempre libre el centro de las aceras. Su alcoholismo, su depresión, su esquizofrenia, su enfermedad crónica o su mala racha eterna se queda en los bordes, como si una máquina quitanieves les hiciera recordar todas las noches cuál es su sitio. En esta ciudad, la humanidad se aplica también según las leyes de la oferta y la demanda, y la única diferencia entre un enfermo digno de cuidados y la carne anónima de Tenderloin es el número de ceros de su cuenta corriente.
Sábado, 23 de marzo de 2019
Por la mañana visitamos el Pier 39, un antiguo muelle reconvertido en centro de ocio para turistas, que tiene todo lo que un centro de ocio para turistas debería tener: leones marinos, tiendas estrambóticas, vistas al mar y un laberinto de espejos. Y por supuesto, también tiene el Musée Mécanique.
En el Musée Mécanique se guarda la historia de las máquinas arcade, desde los primeros teatros de autómatas hasta la actualidad. Una memoria que no se conserva en formol detrás de una vitrina, sino que se mantiene viva: el visitante puede usar todas y cada una de las máquinas expuestas. Y, gracias a eso, a la experiencia de jugarlas, te das cuenta de que ver girar muñecos de trapo a cambio de una moneda de níquel, o conducir un canica entre agujeros sobre una plancha de latón, fue el verdadero origen de todo. Ni Spectrum, ni Mario, ni Sega. Ni siquiera Pong o Space invaders. Caes en la cuenta de que ese nuevo medio no tan nuevo, con el que llevas unos años ganándote la vida, nació aquí: en los márgenes, en los muelles, en las barracas de feria, bajo las arcadas de los soportales de los barrios populares de las grandes ciudades. Y entonces te das cuenta de que, si existe una cueva de Altamira de los videojuegos, está aquí dentro.
Por la tarde, visita al Golden Gate y vuelta al hotel. La llave magnética ha dejado de abrir la puerta de la habitación, así que bajamos a preguntar el motivo a recepción. "La habitación ya no es vuestra. Unos españoles dijeron que dejaban el hotel, y por eso la hemos desalojado." Momento de shock colectivo. Hay un total de 8.946 españoles censados en San Francisco, sin contar visitantes o turistas ocasionales. Y es obvio que esos, los que habían dejado la habitación, no éramos nosotros. Pero el recepcionista se encoge indolente de hombros, e insiste en señalar algo que para él es evidente, y que en su cabeza es el germen indiscutible de la situación: unos españoles hicieron check out por la mañana, y por eso ahora nosotros estamos en la calle. Punto A que conduce irremediablemente al punto B, a través de una lógica secreta que mueve gran parte de los mecanismos de esta ciudad, y en la que aún no estamos iniciados. "¿Y dónde están ahora todas nuestras cosas?" "Las metimos en bolsas de basura", contesta, sin ni siquiera levantar la mirada del monitor de su escritorio.
Veinte minutos después, estamos de nuevo en la habitación. Han vuelto a activar nuestra tarjeta, sin dar más explicaciones ni ofrecer disculpas. Alguien trae un carro con varias bolsas de basura llenas de ropa, arrugada y húmeda por el contacto con los cepillos de dientes y los botes de gel. La ordenamos y volvemos a colocar en los armarios, pensativos y en completo silencio. Mientras lo hacemos, se cuelan a través del cristal los gritos rítmicos e inteligibles de un vagabundo que está acampando para pernoctar debajo de nuestra ventana.
Domingo, 24 de marzo de 2019
Pasamos nuestro último día en San Francisco paseando por el barrio de Haight-Hasbury, epicentro del movimiento desde el que Kessey, Leary y Jerry García conspiraban para hacer reventar las costuras del sistema a base de contracultura, LSD y rock ácido. Varias tiendas de suvenirs sirven ahora de colorido mausoleo. Volvemos al hotel después de comer, para preparar la maleta con tiempo.
El taxi viene a recogernos un par de horas antes de que salga el vuelo. En el aeropuerto, nos despedimos de Denis, que regresa a Varsovia. Y, mientras esperamos nuestro turno para dejar las maletas, soy consciente por primera vez del inmenso cansancio acumulado durante estos siete días. Para despistarlo, hago repaso mental del viaje. Especialmente, de la noche de la ceremonia de entrega de premios.
Entonces recuerdo el momento de salir del hotel, rumbo al impresionante auditorio el Moscone Center. “¿Estáis nerviosos?”. “Venga, si ya sabemos quién se va a llevar todo este año”. “Si, ya. Pero, ¿estáis nerviosos?”. “Bueno. Quizá un poco”. Y recuerdo también el aire glamuroso y espectacular de la gala, y cómo nos temblaba el pulso mientras sosteníamos la copa de champán para la foto oficial, rodeados de gente tan importante e influyente que sus nombres y sus rostros nos resultaban absolutamente desconocidos.
Y recuerdo también cómo se iban entregando uno a uno los premios, y cómo el tiempo se detenía cada vez que se anunciaba uno en el que estábamos nominados, mientras las imágenes de Do not feed the monkeys inundaban las pantallas gigantes del escenario. Y recuerdo cómo, siendo conscientes de lo relativo de nuestras posibilidades, conteníamos la respiración durante el silencio previo a anunciarse el nombre del ganador. Y también recuerdo cómo aplaudíamos después, aunque nunca llegara a sonar nuestro nombre, mientras intentábamos grabar cada segundo de la gala en nuestra retina y nuestro cerebro. Porque sí, porque estar allí ya era algo extraordinario e increíble para cuatro tipos de extrarradio que acababan de publicar su segundo juego.
Y, por último, también recuerdo a Lucas Pope salir a recoger el premio gordo, el grande, tal y como estaba previsto. Le recuerdo acercándose al atril lento y espigado, como andando bajo el agua, y arrastrando tras de sí esa canción privada y ese silencio de jeroglífico. Su hermano Caleb aplaude dos mesas más allá. Mientras agradece el premio, su horquilla negra brilla como un pararrayos bajo los focos del escenario. Y en ese momento no me doy cuenta. No soy consciente de ello. Así que la gala continúa con su brillo y su glamur, y nosotros seguimos celebrando cada segundo que estamos allí.
Pero ahora, días después, apoyado en el mostrador del aeropuerto de San Francisco, sí que lo veo claro: me doy cuenta de que en el momento de recoger el premio quizá él no está allí, en San Francisco, si no el algún otro sitio diferente. Y que además sabe algo que los demás ignoramos, y que por eso el silencio, y la gravedad, y esa cierta melancolía. Como la de los jeroglíficos o las esfinges. Y puede que esa horquilla negra le conecte con algo, o le sirva de ancla, o de antena. O... ¡yo que sé! Sólo sé que puedo sentirme afortunado de vivir tiempos como éste donde gente como Lucas Pope, o Terry Cavanagh, o Meg Jayanth, u otros cientos de creadores que son capaces de parar el tiempo, de no estar allí, de convertirse en esfinges y de saber cosas que el resto desconocemos pueden crear sus juegos y ser reconocidos por ello, y ser admirados y aplaudidos en glamurosas galas en lugares como San Francisco. Porque eso es algo tan bueno, tan terriblemente bueno, que sólo llegaremos a darnos cuenta de lo bueno que era cuando lo hayamos perdido, y los presupuestos infinitos, los públicos objetivos y las batallas de marketing en las fachadas de los rascacielos hayan convertido definitivamente la magia de los muñecos de trapo que bailan por un níquel en asépticos productos de supermercado.
Embarcamos. El vuelo sale puntual, y hará escala en Londres. Estamos tan cansados que esta vez no hay película del avión, ni ritual alrededor de la consola portátil. Así que el viaje lo pasamos saliendo y entrando de ese trance místico propio de los vuelos transoceánicos.
A las 22.15 del día siguiente, ya podemos ver Madrid desde la ventanilla del avión.
Alberto Oliván es diseñador narrativo y cofundador de Fictiorama Studios.
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