El robot que se autodestruyó
Ya no está garantizada la inmortalidad: el caso Michael Jackson revela cómo se derriba el prestigio de un artista
Diez años después de su brusca defunción, conviene aceptar que vivimos en un mundo anticipado, definido, construido por Michael Jackson. Ciertamente, él no quería la fama —tan tóxica, tan abrumadora— tal como se entiende a estas alturas del siglo XXI. Pero ayudó a crear el monstruo. Por ejemplo, traduciendo el impacto cultural en cifras de discos vendidos, entradas despachadas, adelantos de contratos. Y también mostró la futilidad del empeño al decidir que Bad (1987) debía multiplicar las cantidades de Thriller (1982).
Misión imposible que le abocó a plantar historias en los tabloides, para que siguieran hablando de él. Luego, ya no necesitó inventar nada. Todo lo que hacía era lo suficientemente extravagante para merecer monitoreo: bodas absurdas, hijos misteriosos, reconstrucciones faciales, inversiones astutas, gastos disparatados, escándalos tapados a golpe de talonario. Estaba anticipando la dinámica del ciberespacio, que requiere carnaza durante las 24 horas del día; todos aplauden o denuncian, sin necesidad de reflexionar, siete días a la semana. La cháchara de fans y haters determina la agenda de los medios. Y priman las visiones demoledoras: Leaving Neverland es un alegato parcial que evita plantear dudas.
Quiso escudarse tras la respetabilidad de la ecología y la filantropía. Conspiró para quedarse con algunos de los premios Grammy que, inevitablemente, iban a recaer en Quincy Jones. Una asombrosa exhibición de deslealtad, aunque su argumento no carecía de peso: “Yo produzco mis discos y Quincy firma” (hay maquetas que revelan que muchas canciones ya tenían su forma antes de que llegara el productor). En complicidad con su discográfica, exigió ser conocido como King of Pop. Suena patético imponer un apodo desde lo alto de la pirámide, aunque no estaba equivocado: la música que primero facturó al modo Motown o Sonido Filadelfia se transformó en un magma donde se fundían soul, funk, rock, techno, baladas y hip-hop. Con la misma naturalidad que renunciaba a su fisionomía original, apostaba por la hibridez estilística. La heterogeneidad que, ahora sabemos, caracteriza al pop del siglo XXI.
En algún momento, se puso en modo defensivo. No se suelen hacer análisis de sus letras pero ofrecían respuestas a los ataques a su persona (en realidad, a su imagen pública). Como táctica, fracasó: Michael carecía de la elocuencia de otras superestrellas y ni siquiera dominó el arte de la entrevista. Encerrado en una burbuja desde la niñez, asombraba su ignorancia respecto al mundo exterior (si un video narraba que su arte había acabado con el Telón de Acero, es muy posible que lo creyera así).
Quiso jugárselo todo a una carta: una tanda de 50 conciertos en el O2 Arena londinense. Supondrían una necesaria inyección de liquidez, aparte de pulverizar el récord (21 noches) de aquel competidor llamado Prince... El documental sobre los ensayos (This Is It, 2009) le muestra dinámico y entregado. Colaboradores, management, familia, amigos sospechaban que aquello equivalía a escalar consecutivamente los 14 picos del Himalaya pero prefirieron creer en milagros: su modus vivendi dependía de Michael. El doctor Murray fue simplemente otro cómplice en aquel espejismo compartido.
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