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Columna
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Del celibato

La segunda temporada de 'Fleabag' está llena de estupendos diálogos, sin grandes dramas ni melodramas y con ese sarcasmo en el que se muestra la vida como lo que es

Phoebe Waller-Bridge (centro) en la segunda temporada de 'Fleabag'.
Phoebe Waller-Bridge (centro) en la segunda temporada de 'Fleabag'.
Ángel S. Harguindey

Algunos nacieron para correr, otros para perder y Phoebe Waller-Bridge para contar historias en televisión. La treintañera británica vuelve con la segunda temporada de Fleabag (Amazon Prime Video) y lo hace con el talento que ya había demostrado en la primera. Y con dos retos: superar sin traumas la convivencia con su complicada familia y acostarse con el guapo sacerdote de su parroquia, a la que hace tiempo dejó de ir.

La familia, naturalmente, es un nido de problemas: un cuñado alcohólico e impresentable, una hermana harta de su marido, un padre viudo a punto de casarse de nuevo, un sobrino harto de todos que se refugia en el fagot y una madrastra que sublima el erotismo en sus pretendidas obras de arte. Phoebe sobrevive como puede y prepara canapés para los eventos familiares: el funeral de su madre y la boda de su padre.

El sacerdote (Andrew Scott) cree en lo que dice y lo que dice es que no tendrá relaciones sexuales con la protagonista. La protagonista no cree en lo que dice el sacerdote y, naturalmente, conseguirá lo que se propone. Y entre unos y otros, la guionista, directora y creadora de la serie nos muestra tranquilamente la vida cotidiana de una clase media londinense, es decir, británica, es decir, mundial, pues hace tiempo sabemos que lo local, si se trata con talento, es universal.

Seis capítulos de menos de 30 minutos cada uno con unos estupendos diálogos, sin grandes dramas ni melodramas y con ese sarcasmo en el que se muestra la vida como lo que es: un cúmulo de pequeñas mezquindades y más pequeñas grandezas. Y una alegría: el pequeño papel de la estupenda Kristin Scott Thomas.

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