Los ‘realities’, contra la realidad
Cuando Jordi Cruz hizo llorar a Marcos en ‘MasterChef’ al ridiculizar su paella con limón, la verdadera realidad, la indeseable, rompió el clima y el guion
Los amigos que saben de boxeo me dicen que los buenos púgiles no se definen tanto por su pegada como por su capacidad para encajar los golpes de pie sin retroceder en la lona. No sé si es verdad, porque de boxeo entiendo lo mismo que de cardiología, pero compro la idea como metáfora del buen combatiente: dejar que el otro se exponga y agote en un ataque, para derrumbarlo de un solo golpe en cuanto baje la guardia, es una estrategia muy inteligente.
Se admira al encajador porque es fácil identificarse con él. Todos sufrimos humillaciones de alguien con poder sobre nosotros a quien murmuramos sin que nos oiga: arrieritos somos. En eso se basan muchos concursos de reality, donde los participantes se someten al sarcasmo, a menudo chusquero y halitósico, de un jurado cuya función es la de los verdugos en el patíbulo.
Pocas veces sucede algo inesperado: el concursante, harto de encajar, se derrumba. No cae sobre la lona noqueado entre los gritos del público, sino que se echa a llorar. Le afectan demasiado las atrocidades que le han dicho y no puede contener la humanidad de las lágrimas. Parece que ese es el momento que justifica que el género se llame reality, pero en realidad es su gran fracaso. Cuando Jordi Cruz hizo llorar a Marcos en Masterchef al ridiculizar su paella con limón, la verdadera realidad, la indeseable, rompió el clima y el guión. Se acabó el combate: el oponente se negaba a seguir encajando. La farsa quedó al descubierto como cuando se encienden las luces de un teatro antes de que acabe el acto y se delatan las maderas mal pintadas y el maquillaje chorreoso de los actores.
Dicen que los realities buscan retratar la vida, pero la vida nunca queda bien en la tele, donde solo triunfan los buenos encajadores, entrenados y firmes.
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