La música absoluta de Ennio Morricone se despide
El compositor italiano, que tocó ayer en Madrid, afronta su gira de despedida en la que sus melodramáticas composiciones van más allá de las imágenes
A sus 90 años, Ennio Morricone ya dice adiós a “la música absoluta”. Un término, el de música absoluta, al que se refirió el laureado compositor cuando intentó explicar recientemente su vida dedicada en cuerpo y alma a un arte con el que ya tuvo contacto en el Conservatorio de Santa Cecilia de Roma a la edad de 12 años, donde aprendió todos los secretos de un curso de cuatro de años en poco más de seis meses. Música absoluta por la existencia de un genio, galardonado con todo tipo de premios, entre ellos el Oscar en 2016 por la banda sonora de Los odiosos ocho (más otro honorífico en 2007), y compositor de 500 melodías para el cine, otro buen puñado para series de televisión, además de dar centenares de conciertos por todo el mundo.
Morricone dice adiós con una gira de despedida que anoche recayó en Madrid, donde hoy volverá a tocar. Luego, acabará con una larga serie de conciertos en Italia. Ante esta despedida, nunca el WinZik Center estuvo tan silencioso, sin ningún móvil estropeando el paisaje y sin casi ningún desajustado molestando ante la obra en directo expuesta y compartida de este icono popular, que salió el último de una enorme orquesta y saludó con una reverencia ante el aplauso cerrado del público. Sonó la música que el artista italiano compuso para Los Intocables de Brian de Palma y todo adquirió un aire regio de ceremonia, aunque se oyese un “bravo” arrebatador tras rematar la orquesta el melancólico pasaje de La tienda roja.
El compositor afirmaba en una entrevista en este periódico que lo que le importa es que “la música exista y tenga consistencia incluso sin el filme”. Despojar la música de Morricone de imágenes es tarea harto difícil cuando está íntimamente asociada a un cine tan poderoso, tan lleno de vida, pero, a veces, hay atardeceres que no necesitaron de ninguna estampa para recordarnos que una vez existieron, o existirán. En concierto, la música de Morricone, sin fotografía, sin ningún recreo de secuencias, es la certeza de la existencia del ser, ese bello y contradictorio cúmulo de sensaciones que nunca son capaces de asentarse en ningún lado, a veces ni en nosotros mismos. Pero parecen asentarse con las manos ancianas y decididas del director italiano frente al atril orquestando la ceremonia. Es como una especie de conjuro.
Es el hechizo de un autor pop. Morricone es pop no solo porque sus composiciones son más conocidas y aplaudidas por el gran público que las de Verdi o Vivaldi o porque cualquiera de ellas sea más fácil de adivinar en una pregunta del Trivial, sino también por cómo experimentó con los instrumentos en la segunda mitad del siglo XX, cuando la música popular se hizo global. Al tiempo que esta se abrió a las exploraciones psicodélicas de los Pink Floyd, Beatles y tantos o a las nuevas cajas de ritmos de James Brown y el funk, el compositor italiano también llevó al cine, a través de los spaguetti westerns especialmente, todo tipo de avances con el uso de instrumentos como la flauta, la ocarina, la guitarra eléctrica, el banjo o los cascabeles.
De esta forma, cuando empezó a sonar la música de El bueno, el feo y el malo, se oyeron algunos aplausos y un “¡olé!” que salieron de lo oscuro del pabellón. El melodramático sonido de la ocarina nativa americana y la flauta, a los que se sumaron después una guitarra country con esos arpegios fuera de tono, ya no es que recreasen llanuras infinitas, desiertos imposibles y duelos bajo el sol, sino que despertaron un extraño apego hacia la ensoñación, como esos cuentos que nos contaron de niños y que jamás dejaremos de creer en ellos ante los desajustes de la razón.
Por las pantallas se podía leer que el bloque orquestal correspondiente se llamaba La modernidad del mito de Sergio Leone. Y, ciertamente, hay algo de mitológico en la mejor obra de Morricone. Decir que un concierto suyo es un recorrido por las bandas sonoras de sus películas es como decir que Roma es simplemente un lugar repleto de monumentos. Hay un espíritu indescifrable sobrevolando el escenario similar al que se esconde por las calles de la ciudad eterna. Tal vez no se puede entender, pero siempre se puede intuir. Es magnético y evocador.
El llamado bloque social, que llegó tras una pausa de 20 minutos, fue más denso, aún con la voz sugerente de Dulce Pontes. Si acaso fue de un toque más industrial, con cierta angustia sonora y esas guitarras rugiendo por encima del chillido de los violines en las interpretaciones de La luz prodigiosa y Sacco y Vanzetti. Aunque luego se halló la calma con la deliciosa impronta de cuerdas de Corazones de hierro y se alcanzó un gran clímax con una Pontes fiera, cabalgando a lomos de la orquesta, en Queimada. Parecía la música perfecta para la batalla final de último capítulo de Juego de Tronos.
Música absoluta. Esa que se apoderó de todo cuando Morricone y su batallón orquestal se lanzaron con La misión, una banda sonora de nuestros anhelos. Más que recorrer buena parte de la historia del cine, el melodrama de su obra parece transitar por todos los recovecos del alma humana. A fin de cuentas, como decía Ettore Scola, el cine es un espejo pintado. En ese espejo donde nos reflejamos todos, a veces, pasan cosas más allá de los márgenes de la paleta de colores. Eso que pasa puede que sea la música. Como la de Ennio Morricone, una música absoluta donde, con el corazón en un puño y el alma en silencio, sucede un remolino de vientos, voces, cuerdas y teclas con una sola imagen: la de la vida.
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