La cultura, en los minutos de la basura
La cultura no ha asomado en el debate público de la campaña electoral
Sucedió en ese intervalo en el que la suerte está echada y que los aficionados al baloncesto despachan gráficamente como "los minutos de la basura". Los moderadores del debate del martes reclamaron a los cuatro candidatos "una mínima aportación" ("aunque sea mínima", insistieron) "sobre lo que, si ganan, piensan hacer con la cultura", que para eso era el Día del Libro y se habían oído tenues críticas al hecho de que en el anterior round se hubiera obviado el tema.
Lo que siguió, más que minutos, fueron 80 segundos de banalidades sin meditar. Pablo Casado (“el español es fuente de riqueza”) y Albert Rivera (“nuestra cultura es lo mejor que tenemos, nos damos cuenta cuando viajamos”) coincidieron en la vieja promesa neoliberal de una Ley de Mecenazgo, que se topa una y otra vez con el mismo muro fiscal y sus fraudes; el resto, echaron mano de argumentos dignos de folclóricas y futbolistas. Pablo Iglesias se acordó de “la precariedad” de sus “trabajadoras y trabajadores”, mientras Sánchez prometió un magro consuelo que sonó tan usado como la canción del último verano: la aprobación, en el Consejo de Ministros del viernes, de una parte del llamado Estatuto del Artista.
La pregunta pareció pillarles por sorpresa, además de nerviosos, por no olvidar las consignas que tenían preparadas para el minuto que vendría después (y que, ese sí, estaba llamado a ser “de oro”). Los ochenta segundos bastaron para evidenciar una obviedad: la cultura, que ni siquiera goza del consuelo de lo rentable, no ha asomado en el debate público de una campaña en la que se ha hablado bastante más, y por otros motivos, de toros.
Lejos quedan los años del idilio socialista, en los que el ministro Javier Solana, alentado por la movida, se preocupaba en el Congreso por “ese hombre de la calle que crea o puede crear cultura y que consume o puede consumir cultura”. De aquella instrumentalización, estos lodos. De “la cultura, ese invento del Gobierno”, de Rafael Sánchez Ferlosio, y el “ponga un museo en su pueblo” pasamos a la caricatura de los artistas de la ceja y el insulto a los titiriteros de las subvenciones. Y de ahí, con una terrible crisis económica de por medio, al ninguneo y la miseria, o a su uso como objeto arrojadizo en las así llamadas guerras culturales. Progres contra fachas.
Conviene recordar que es en esa dialéctica en la que mejor se manejan las últimas historias de éxito populista. A Trump, Bolsonaro y compañía les une un agresivo odio antiintelectual a la cultura, aunque luego detrás de esos programas suela esconderse, como estamos viendo en España, una reserva de intelectuales que, con asco aristocrático, ejercen de arrogantes ideólogos en la sombra.
Para hacer frente a esas amenazas y afrontar mejor equipada el 28 de abril, España haría bien en sacar de los minutos de la basura a la cultura, entendida esta como una pariente de la educación y no como esa cosa que a menudo confundimos con otros asuntos más o menos turbios, como la política cultural, la industria cultural, la cultura institucional, los actos culturales o, peor aún, la cultura espectáculo.
Babelia
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