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TRIBUNA LIBRE
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La perra ‘Chancha’

Los que no tenemos el poético talento clasificatorio de Eliot, tenemos una categoría más ridícula de nombres para gatos y perros

Una indigente, junto a dos perros en una calle de Berlín.
Una indigente, junto a dos perros en una calle de Berlín.olaser / GETTY IMAGES

Hay un ingenioso poema de T. S. Eliot sobre el nombre de los gatos, que divide en tres categorías: el nombre conocido y sencillo que habitualmente utilizan para llamarlo los humanos, como Pedro, Augusto o Alfonso; un nombre más extravagante y rebuscado, que el gato tiene casi como título de su originalidad animalesca, cuyos ejemplos son Munkustrap, Quaxo o Coricopat, o Bombalurina; y finalmente, un nombre secreto, que solo conoce el gato, en el que permanece enfrascado cuando lo vemos inmóvil y meditativo, su nombre inefable, profundo, inescrutable y singular. Por supuesto, los que no tenemos el poético talento clasificatorio de Eliot, tenemos una categoría más ridícula de nombres para los gatos: maga, michi, bigotes, canela, que señalan directamente a alguna de sus cualidades reales o las que les atribuimos.

A veces no estamos en condiciones de decidir. Me pasó una mañana de marzo de 2013. Yo acababa de cerrar mi bolso y salía hacia el aeropuerto en la misión periodística de ese momento: asistir como argentina al referéndum en las islas Malvinas, donde los isleños reafirmaron su voluntad de seguir siendo territorio británico.

Justo en ese instante, ya estaba lista para salir y con la puerta abierta, una amiga entró, sonriendo como corresponde, posó una canasta en el suelo y extrajo de ella un animalito blanco y gris que había encontrado en la calle. Decidida a lograr que yo lo adoptara, me dijo: “Es justo como te gustan y además es una gatita”. La miré, hice pasar a mi amiga y a la gatita, que quedaron en compañía de otros en mi casa, y partí hacia las Malvinas. En el ascensor, ya estaba segura de que el animalito iba a quedarse y no pensé más.

Llegué a las islas, convencida de que esa gatita debía llamarse Malvina y llevar como apellido Falkland. Pero, por correo electrónico, me dijeron que ya la habían bautizado y el nombre elegido era Nana, como la desdichada prostituta de Émile Zola. El homenaje, en realidad, no era al personaje ni a la novela de Zola, sino a la actriz Anna Karina que llevó ese nombre en una película de Godard, Vivir su vida, de 1962. Fíjense el laberinto de cultura sesentista que atravesó la pobre gatita de albañal en el transcurso de mi vuelo sobre el Atlántico sur. De más está decir que nunca reclamó llamarse Malvina Falkland.

Seguramente Jaime Rest, ensayista erudito y gran profesor en la Universidad de Buenos Aires durante la década de 1960, no hubiera aprobado el uso político de los nombres destinados a los gatos. En su casa había una docena y Rest no los había agobiado con nombres significativos que les hicieran sentir el peso de la literatura. Sabía, por otra parte, que la mezcla de literatura y política puede volver bien pesada la tarea de bautizar gatos y perros.

Un amigo, lector de Borges, no siguió este camino discreto y escogió Aleph como nombre de un cachorro gris que encontró en la esquina de su casa. Como esa esquina es la de la calle de Muñiz, decidió que tal nombre debía ser el apellido del animalito: Aleph Muñiz, así quedaba inscripto en una geografía urbana porteña y una geografía literaria, quizás un peso excesivo para un perro sin demasiadas cualidades. Otro caso literario fue el de un perro de mi infancia. Durante años lo llamaron Mundi. Cuando llegué a la edad de las preguntas, interrogué a su dueño sobre el nombre. La explicación no la entendí:“Mundi es fácil, viene de Edmundo Dantés, el conde de Montecristo”. Mi generación ya no leía a Alejandro Dumas y la explicación fue un jeroglífico. Menos mal que en mi barrio no había ningún perro llamado Flush, porque me habrían mandado derecha a una novela de Virginia Woolf, a quien tampoco conocía.

Pero no voy a recurrir a la literatura para plantear el último caso que me ha llamado la atención. Desde hace medio año, una mendiga ocupa un tramo de pared a cien metros de mi casa. Nunca la vi llegar, pero sé que no pernocta allí. La acompaña un mendigo, muy parecido a ella. Ambos, sentados sobre las baldosas, parecen bajos y bastante gordos. Siempre inmóviles, pero sonrientes. Los acompaña una perra, tan inmóvil como ellos, echada y casi siempre dormida. Comencé a dejarles algo de dinero todos los días y, para disimular mi incomodidad, les dije desde el principio que era para la perra, cuyo cuenco con comida estaba siempre lleno. No logré establecer el más mínimo diálogo. Me miraban llegar, movían la cabeza en reconocimiento no para agradecerme, sino como si quisieran hacerme saber que estaban seguros de que yo pasaría en algún momento de la mañana, pero ni una palabra. Finalmente, un día tomé la decisión y pregunté cómo se llamaba la perra.

Me miraron extrañados, como si esa información fuera innecesaria o yo no tuviera derecho a pedirla. Al día siguiente repetí la pregunta. La mendiga me dijo: “La perra se llama Chancha”.

Me pareció un nombre extraordinario y así se lo hice saber. Ahora, cuando paso, dejo mi billetito y les digo: “Esto para la Chancha”. Ellos sonríen, pensando quizá que soy indiscreta o tonta. O quizá entiendan que me da vergüenza que ellos deban estar allí esperando que gente como yo pase y haga preguntas.

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