Otra vuelta de canon
No se trata de anular obras que consideramos clásicas, sino de añadir nuevos títulos a esas referencias fundamentales
Acérquese a su biblioteca —no importa si una sola estantería, si un pasillo, si varias paredes en una habitación— y fíjese en los libros que ha decidido conservar. Si sobran el tiempo y las ganas, desármela volumen a volumen y amontone a un lado aquellos escritos por hombres, al otro los escritos por mujeres, tantos espacios como identidades de género. Cuéntelos: doce aquí, treinta allá, cero incluso. Repita el ejercicio teniendo en cuenta el origen de la autora o el autor: África, América —y aquí distinga entre los países de América Latina y los del norte del continente—, Asia, Europa, Oceanía. Una vez más, esfuércese en repasar sus lecturas según la raza de quien las escribió, o el idioma en el que se pensaron. Existen otras clasificaciones posibles para su biblioteca basadas en datos menos evidentes, que extraerá de una lectura atenta de la obra, o profundizando en biografías, o que quizá jamás conocerá: orientación sexual, clase social, ideología política, etcétera. Si no le convence lo del desorden, siéntese y enumere las lecturas de los últimos meses. Revíselas según los criterios anteriores. No parece improbable que en sus conclusiones —que en nuestras conclusiones— aparezca un hombre blanco, heterosexual, de clase media-alta —o alta—, europeo o estadounidense, que le saluda con la mano derecha mientras que con la izquierda se sujeta la barbilla, incapaz de soportar el peso de sus conclusiones acerca de los grandes temas de la época que le correspondiese.
Un buen libro es un buen libro con independencia de quien lo escriba, y los temas novedosos se agotaron hace mucho, y la calidad de un texto —quién la fija, quién la decide, si es que se fija o se decide, es otro asunto— se impone frente a cualquier circunstancia externa. Desde luego. Pero los textos no se cargan de inocencia, y quedan marcados por el lugar simbólico desde el que se abordan. Imaginemos un poema sobre un asunto universal y hasta gastado: el amor, por ejemplo. Ese poema ¿utilizará las mismas palabras, las mismas ideas, si lo escribe un hombre o una mujer? ¿Si se escribe en Dakar que si se escribe en Estocolmo? ¿Si lo escribe alguien con la casa pagada o si lo piensa alguien que camina hacia la oficina de empleo? Añadan condicionantes; respondan siempre que no.
En el canon, ese listado hipotético de obras de imprescindible lectura, figuran demasiadas visiones con condiciones de escritura parecidas, y similares a las de aquel retrato robot que antes esbozábamos. Su reformulación —su apertura— se plantea desde hace décadas en el ámbito de la academia, pero en los últimos años ha ganado popularidad hasta bordear, en cierta manera, la moda editorial: los “rescates” tienen una presencia cada vez mayor en las mesas de novedades. En España sucede con la obra de las escritoras del XX, pero no se trata de una propuesta ajena al resto de países de nuestra lengua: pienso en el Archivo Negro de la Poesía Mexicana de la editorial Malpaís, que devuelve a librerías la obra de poetas del siglo pasado que no forman parte de las lecturas más o menos oficiales, o la colección La Crítica y el Poeta, que desde Bolivia —con el impulso de la UMSA y Plural Editores— busca generar un corpus de estudio en torno a escritoras y escritores que no habían recibido suficiente atención.
¿De qué sirve reflexionar sobre lo que leemos, sobre los motivos por los que leemos esos libros, sobre las realidades que nos muestran y las posiciones desde las que lo hacen? El experimento que proponía al comienzo no responde a una idea mía, sino que circula por Internet acompañado de retos de lectura: durante un mes sólo leeré a mujeres, durante un año intentaré leer un libro escrito por alguien de un país diferente o de una lengua minoritaria. Estas iniciativas, que entroncan con la voluntad lúdica de la lectura —y a la vez con su pulsión de aprendizaje—, suponen pequeños pasos en esa intención no sé si de generar un canon distinto, sí desde luego de plantearnos cuál es nuestra posición ante la lectura, y ante las lecturas que escogemos, y también de afrontarlo con la conciencia de que el canon se construye desde el privilegio.
No se trata de anular obras que hoy consideramos clásicas, sino de añadir nuevos títulos —y con ellos nuevas miradas e interpretaciones— a esas referencias fundamentales. Se trata de leer, de leer más: de escuchar otras voces, de conocer otras experiencias, de saber cómo todas esas historias que ya hemos leído se cuentan desde el punto de vista de alguien cuya voz no había sonado alta. ¿Qué conoceríamos sobre Guadalupe y el conflicto racial entre los franceses de ultramar y los de la Francia metropolitana sin haber leído Corazón que ríe, corazón que llora, de Maryse Condé? ¿Sobre las condiciones laborales de las mujeres españolas de clase baja en los años previos a la Guerra Civil sin Tea Rooms, de Luisa Carnés? Existen la ficción, la imaginación, pero también la posición desde la que se afronta la escritura. Leemos por curiosidad; leemos por el deseo del cuestionamiento de aquello en lo que creemos. ¿Quién pierde si ensanchamos el canon, si estiramos sus límites hasta quebrarlos?
Elena Medel es escritora y editora.
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