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La poesía es un arma cargada de decibelios

A punto de cumplir sus 40 años de actividad, Ruper Ordorika quiere cerrar etapas con un disco en directo

Diego A. Manrique
Ruper Ordorika, el jueves pasado en Madrid.
Ruper Ordorika, el jueves pasado en Madrid. Andrea Comas

Parafraseando a Edgar Varèse, reconoce Ruper Ordorika que el cantante del siglo XXI debería dedicar más de 24 horas diarias a su arte. Viajó a Madrid para un concierto en el Círculo de Bellas Artes y aprovechó para actuar ante alumnos de la Complutense (“hay un profesor de filología vasca que de vez en cuando me integra en sus cursos”) y recoger el premio al mejor disco en euskera de la Unión Fonográfica Independiente por Bakarka (Elkar). Una sorpresa para Ruper, ya que se trata de una recreación en soledad de sus canciones: “Fue un poco como reinventarlas. A pesar de que aquí siempre me hayan llamado cantautor, yo siempre me he considerado un rockero”.

No hay problema: se puede ser rockero con guitarra de palo. Además, uno imagina que Ruper, nacido en 1956 en Oñate (Gipuzkoa), pero hijo de bilbaínos, pertenece a esa secreta tradición de la música de Bilbao marcada por el folk anglosajón, en una línea que podría ir desde —no se asusten— los primeros Mocedades, antes de que fueran acicalados por Juan Carlos Calderón, hasta la música reciente de Iñigo Coppel. “Nunca lo había pensado así, aunque sí es cierto que siempre hubo círculos muy dylanianos en la ciudad”.

Dylan, piensa, es una referencia inevitable: sonido eléctrico sobre un conocimiento enciclopédico de las músicas de raíz. “Yo empecé tocando la batería, así que nadie tenía que enseñarme la importancia del ritmo. Lo revelador fue descubrir a Mikel Laboa, un tipo con una riqueza melódica fuera de lo común, alguien que conocía la música folclórica pero también era capaz de acercarse al jazz. Y cantando en euskera, algo que entonces era más que una excentricidad”.

A su debido tiempo, también Ordorika exploraría las músicas ancestrales con el grupo Hiru Truku. “Allí siempre ha funcionado la transmisión oral y se mantuvo un entramado de fiestas populares que preservaron danzas y romances. Entendí su poder cuando vivía en el extranjero y necesitaba una vía directa para conectar con el espíritu de mi tierra. Cuando grabamos, invitamos a músicos ingleses que resultó que entendían perfectamente aquellas formas. La música es la manifestación más dinámica de la cultura popular, viaja bien y se entiende de forma instintiva”.

También se le debe conectar con aquella aventura literaria de la revista ­Pott, concebida por Bernardo Atxaga y dinamizada por parejas tan insospechadas como la formada por Jon Juaristi, luego director del Instituto Cervantes, y el poeta Joseba Sarrionandia, hoy exiliado en La Habana: “Fue idea mía el que se incorporaran a lo que se conoce como la Banda Pott; Jon y Sarri eran muy amigos por unas afinidades literarias que superaban unas divergencias políticas que seguramente ya se habían manifestado. Por ejemplo, se atrevieron a terminar la traducción al euskera de los poemas largos de T. S. Eliot que Gabriel Aresti dejó incompleta. Ambos tenían una energía fuera de lo común”.

Tampoco le falta energía a Ordorika. A mediados de los noventa, cambió de aires y se instaló en Brooklyn: “Tenía yo una idea de Estados Unidos como una cultura homogeneizada y comprobé que era todo lo contrario. Vivir allí me permitió tocar y grabar con músicos extraordinarios. Por el bajista Fernando Saunders establecí contacto con Lou Reed, que incluso se vino a pasar unos días en el País Vasco. ¿Nuestras conversaciones? Voy a decepcionarte, pero debo confesar que eran charlas de músicos: pedales, guitarras y esas cosas. Brooklyn sigue siendo uno de mis puntos de referencia, aunque su vida musical está muy condicionada por las subidas de los alquileres. Cuando vuelvo, compruebo que los locales de conciertos cada vez están más alejados”.

En la actualidad, Ruper alterna los conciertos con su banda, Los Mugalaris, y las actuaciones en solitario. “Al fin y al cabo, ambos tipos de presentaciones dependen de las canciones, aunque no siempre sea el mismo repertorio. La esencia de mi oficio es confeccionar canciones que solo alcanzan su pleno sentido cuando logran lo que yo llamo ‘el eco’. Es cierto que los temas más largos son más complicados para tocar en solitario, pero todo depende de la intensidad con que te pongas. Recuerdo haber coincidido con John Martyn en actuaciones. En el camerino ya le veías perjudicado y encima se metía un par de vasos de esos de tubo con alcohol de alta graduación. Salía, creo yo, ciego, pero se transformaba, se apoderaba del público”.

Se resiste a hablar de futuros proyectos: “Estoy mezclando un disco de mi directo del Kafe Antzokia y luego me gustaría bucear en un par de conceptos que pueden salir… o no. Todo está condicionado a las limitaciones del negocio musical. Ojo, no quiero quejarme: el hecho de trabajar por debajo del radar también me permite dialogar con lo que supongo es mi pequeño público, sin preocuparme por planes de mercado y cosas así”.

Ruper Ordorika. Bakarka. Elkar.

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