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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Martín Chirino: Volaba el hierro

Allá por los sesenta, la mirada del escultor abarcaba desde su jardín modesto un horizonte que le anunciaba el mar inexistente

Martín Chirino, en febrero de 2018, en Madrid.
Martín Chirino, en febrero de 2018, en Madrid. inma flores

Martín Chirino —fallecido hoy lunes a los 94 años— había venido de Las Palmas de Gran Canaria a Madrid con el gran pintor Millares y el poeta Manuel Padorno. Huían de la provincia hecha isla y buscaban un espacio más abierto para que el arte renovador por el que se afanaban y su posición ante la vida y el mundo fueran entendidas; buscaban la complicidad de otros artistas para emprender en compañía su propia aventura. El grupo El Paso nació en Madrid con Millares y con Martín, entre otros, venidos de Aragón, de Toledo o de otras tierras, otras islas en la grisura ambiental de aquel tiempo.

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Muere el escultor Martín Chirino a los 94 años

Me parece estar oyendo en su casa la voz irónica del crítico José Ayllón o la más entusiasmada del poeta Manuel Conde, tan apresurado en el habla como pausado y sabio era el arquitecto Antonio Fernández Alba. Cuando Javier Solana llamó a Chirino para salvar de la quema el Círculo de Bellas Artes de Madrid, le quitó tiempo a su sueño de espirales, abandonó un poco sus geometrías del viento, para entregarse a una tarea que dio excelentes resultados en la vida cultural de Madrid. Pero, afortunadamente, volvió a la poética de su obra que da vuelo al hierro y mete a los vientos a entenderse con el fuego para convertir la materia pesada en pájaro ligero.

En sus esculturas en las calles de las ciudades, también en Madrid, hemos visto cómo rejuvenecía Chirino estilizando sus ladies, desplumando a sus pájaros, dando más intensidad a sus vientos, a medida que los amainaba. Acabó sus días en Valgrande, aquella zona de Chinchón donde las casas tienen sus nombres y la del escultor el preciso nombre de Valyunque. Allá por los sesenta, la mirada de Martín Chirino abarcaba desde su jardín modesto un horizonte que le anunciaba el mar inexistente.

Allí, en aquella casa en la que fui acogido durante bastante tiempo, con la generosidad que lo caracterizaba, tuvo el yunque su templo, el artista su eremitorio familiar y algunos activistas de las artes un generoso lugar de encuentro. Esto de la muerte le gustó siempre poco.

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