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De Simenon a la ciberliteratura

En una cibernovela, la narración no avanza tanto en el tiempo como se expande en el espacio: mueve a escaparse

Ilustración de Cecil Aldin para el libro de Charles Dickens 'Los papeles póstumos del Club Pickwick'.
Ilustración de Cecil Aldin para el libro de Charles Dickens 'Los papeles póstumos del Club Pickwick'. GETTY IMAGES

En el otoño de 2015, Joshua Cohen se encerró en un sótano de Brooklyn para escribir “en tiempo real” (como se juegan los videojuegos y como se escriben, que yo sepa, todas las novelas) Pckwck, novela por entregas. Recurriendo a un ordenador con webcam, Cohen se proponía reinterpretar la primera novela de Dickens, Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837), aunque su Pckwck Club sería una empresa especializada en operaciones militares de secuestro, interrogatorio y tortura de enemigos. El escritor trabajaría cinco días en su obra, del 12 al 16 de octubre, de una a seis de la tarde, a la vista del público a través de Internet. Los visitantes de pckwck.com podían ver a Cohen escribir en directo, e “interactuar con el escritor y la novela”, criticando y haciendo sugerencias.

La elección de la novela de Dickens no era fortuita: Cohen quería reproducir la relación entre el novelista por entregas decimonónico y su público, y la figura del escritor a destajo y bajo presión. “Escribo bajo coacción, me están torturando”, dijo a propósito de su experiencia: tampoco era fortuita la elección del Pckwck Club como protagonista de su obra interactiva. Si Pckwck, a juicio de Cohen, no era una novela, ni buena ni mala, como performance me recuerda un episodio de la vida de Georges Simenon: en 1927, para preparar el lanzamiento del Paris-Matin, el promotor del periódico contrató a Georges Sim (el apellido Simenon no había alcanzado todavía su dimensión auténtica) para que, metido en una jaula de cristal, escribiera una novela en público en torno a ocho personajes elegidos entre cincuenta tipos propuestos por los asistentes al espectáculo. La novela de Georges Sim, acróbata literario, batiría records de velocidad y talento. El Paris-Matin nunca llegó a salir.

Como dice Alice Bell, experta en el asunto, los experimentos ciberliterarios siempre se miran más como fenómenos que como literatura, quizá fenómenos de feria, con el escritor en una jaula o en un sótano, mientras se estandariza la función narrativa de los nuevos formatos textuales propios de Internet, emails o whatsapps o tuits. Una novela que se ocupara de nuestro presente sin ­emails, por ejemplo, sería como una novela de 1930 sin coches. Un whatsapp puede cumplir la misma función que los telegramas —ayudaban a resolver un crimen— en La casa sin llaves (1925), primera aventura del policía Charlie Chan, de Earl Deer Biggers. Ya hace años, leí novelas epistolares construidas con emails escritos en el lenguaje literario vigente: Contra el viento del norte (2006), de Daniel Glattauer, La vida en las ventanas (2002), de Andrés Neuman (los correos solitarios de su protagonista no encuentran respuesta), o E-jecutivos, de Matt Beaumont (2000). Chaperos (2004), de Dennis Cooper, es especial: mezcla una página web de informes de clientes sobre chaperos con los que han estado, emails y foros de opinión, pero todo lo que cuenta quizá se reduzca a una mascarada sadomasoquista en torno a las posibilidades de estafa, simulación, multiplicación y falsificación de identidades que ofrece la Red.

Han mutado los periódicos. Pueden ser un ejemplar impreso en papel, una secuencia cerrada de capítulos o secciones que cabría disponer como una obra de ficción: Day (2003), de Kenneth Goldsmith, es una novela de más de ochocientas páginas, copia del New York Times de 1 de septiembre de 2000, de la primera a la última letra. Pero también existe el periódico digital, que se presenta en una sola pantalla con distintas opciones para el público: textos, comentarios de los lectores, publicidad, vídeos, audios, conexiones televisivas, una amalgama de medios con enlaces a otros medios. Creo que la mutación de los periódicos permite visualizar, simplificada y normalizada, la noción de hipertexto, más de cincuenta años después de que Theodor H. Nelson inventara el término hypertext y propusiera el ordenador como máquina literaria.

Digamos que una cibernovela, como el periódico digital, no es lineal como una sucesión de palabras. Está escrita para la pantalla de un ordenador, para la Red, ese universo de documentos electrónicos: distintas ventanas en pantalla llevan a otras pantallas en un multiverso de imprevisible profundidad. La narración no avanza tanto en el tiempo como se expande en el espacio: no mueve a llegar a un desenlace, sino a salirse por una ventana, a escaparse, a buscar en otro sitio lo que todavía no se encuentra. Puede parecerse a un videojuego múltiple online. ¿Se puede hablar de novela? La hipernovela (también la he visto definida como vídeo interactivo) The Breathing Wall (2005), de Kate Pullinger, Stefan Schemat y Chris Joseph, se vendía en CD, con un micrófono que registra la respiración del lector, impulsora y ralentizadora de la acción. Hay quien opina que llamar novelas a estos cibertextos es domesticar una tecnología alien, reducirla a términos y géneros literarios conocidos.

Joshua Cohen publicó en 2015, coincidiendo con su experimento Pckwck, la novela Book of Numbers (2015), que empieza así: “Que te jodan si estás leyendo esto en una pantalla electrónica”.

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