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Crónica
Texto informativo con interpretación

La desamortización de Mozart

Ivor Bolton redime en el foso del Teatro Real un "Idomeneo" fallido de Robert Carsen

Uno de los mayores hitos de la historia contemporánea del Teatro Real consistió en el Diálogo de Carmelitas. Por la hondura musical de López Cobos. Y porque Robert Carsen concibió un prodigio escénico en la extrapolación dramatúrgica de la música de Poulenc.

El espacio teatral parecía la caja de resonancia de la partitura, su única salida teatral. Prevalecía una asombrosa continuidad entre el foso y la tarima. Demostraba Carsen la audacia con que tantas otras veces ha sabido hallar la clave estructural, el número secreto, la solución del enigma.

Es la razón por la que sorprende y decepciona el desencuentro de Idomeneo. La cuarta pared más bien parece un muro que obstaculiza no ya la música de Mozart sino la lectura esmerada y escrupulosa de Ivor Bolton. Se ahoga sobre el escenario la fluidez del foso. Y se produce un cortocircuito que conspira contra las ambiciones políticas y hasta coyunturales del montaje.

Le basta a Carsen la actualidad migratoria y el símbolo geográfico de Creta para convertir Idomeneo en la cortada de una crisis de refugiados contemporánea y en el pretexto de un contubernio castrense.

El problema no es el enfoque, es el resultado. La cuestión no es transgredir o no la literalidad, sino despojar Idomeneo de su proyección mitológica, desamortizarla, trivilalizar o relativizar los rasgos metafísicos o sobrenaturales.

La identificación de Idomeneo con Neptuno, elocuente en el desenlace del segundo acto y poderosa en su resolución escénica, sobrentiende que el rey de Creta es un tirano megalómano. Exactamente como había sucedido hace unas semanas con el Wotan de El oro del Rin.

Ha sido accidental que Carsen sucediera a Carsen en la programación invernal del teatro, pero es también evidente el criterio desmitificador con que trastorna la ópera de Wagner y la de Mozart, ambas concebidas desde la tensión castrense y desde la corpulencia dramatúrgica.

Es el motivo por el que sufre más Idomeneo que El oro del Rin. Carsen propone postales de enorme belleza plástica. Impresiona con los recursos tecnológicos, ninguno tan impactante como el mar en movimiento. Consigue pasajes de sosiego estético -la primera aria de Idomeneo-, pero no siempre escucha la música de Mozart ni presta atención al esfuerzo estético y cromático de Bolton.

El maestro británico rubrica una versión de extraordinaria plasticidad. Escucha a los cantantes. Los empasta con la riqueza tímbrica de la orquesta. Y acierta en el recurso de los instrumentos originales -trompas naturales, flautas de madera, timbales- para recrear un discurso musical hermoso, contemplativo, dinámico, heredero del barroco, precursor de Beethoven, cuyas emanaciones se frustran demasiadas veces en el muro refractario de Carsen.

No puede hablarse de un montaje mediocre, pero sí de un Idomeneo más fallido que interesante. Un Mozart desconectado. Una ópera que fluye en el foso y que se perturba sobre el escenario, tanto por la masificación de figurantes -refugiados, militares- como por un ardor guerrero que sorprende a Bolton en su lectura “pacifista”.

Es modélico el trabajo del maestro en la heterogeneidad del sonido y en la homogeneidad del concepto. Su propia diversificación en director de orquesta y acompañante al clavecín unifica los recitativos con las arias y predispone la relación umbilical con los cantantes. Valiente el Idomeneo de Cutler, refinado el Idamante de David Portillo, exquisita la Illia de Annette Fritsch, imponente la Electra de Eleonora Buratto, aunque unos y otros artistas vagan en un escenario hostil, como si se hubieran equivocado de ópera y como si la única manera de evitar la deriva y estrellarse con las rocas fueran las manos de Bolton en la penumbra del foso.

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