La felicidad, ja, ja, ja
No puedo evitar aburrirme soberanamente con las figurillas de colores corriendo por la superficie verde en pos del cuerpo esférico
1. Comuniones
Hace no tanto tiempo, en los colegios católicos se enseñaba a niños y niñas a convencerse de que el día más feliz de sus vidas era (sería o había sido) el de su primera comunión. Para apoyar el sentimiento inducido se recurría a un argumento de autoridad de dudosa legitimidad histórica: al parecer, el propio Bonaparte —el mismo que secuestró y sometió durante años a exilio dorado a Pío VII; el general y, luego, emperador que conquistó Europa y exportó la versión burguesa y recortada de la revolución— habría declarado ante sus generales, cuando se encontraba cautivo en Santa Elena, que, a pesar de sus triunfos y glorias, el día más feliz de su vida había sido aquel de su infancia en que había recibido por vez primera la eucaristía. Pero, como escribió en verso vibrante Esenin, uno de los muchos poetas suicidas, para la felicidad este planeta es una pobre morada. Sobre todo ahora, cuando la mercancía se vende tan barata.
A mí, por ejemplo, me cuesta menos recordar cuáles fueron los días que me hicieron desdichado que aquel en que fui más feliz. No lo fue, desde luego, el reciente de la victoria del River Plate frente al Boca Juniors, a pesar de que en las entrevistas posteriores al encuentro muchos hinchas —hombres, mujeres y niños— aseguraron que lo había sido para ellos, e incluso hubo varios que, llorando con histerismo y berreo, lo juraron besándose los dedos cruzados, y hasta aseguraron que, ¡oh, Dios!, ahora ya podían morir tranquilos. Desde niño —cuando, en mis lejanos domingos barceloneses, mi padre entraba en modo silencio para escuchar por radio las probables victorias del Barça o las previsibles derrotas de la Unión Deportiva Las Palmas— no he sentido excesivas simpatías hacia el balompié. No importa que, después —cuando la Transición suprimió los pudores de los demócratas hacia un deporte instrumentalizado por el franquismo—, muchos de mis amigos y algunos de mis escritores favoritos salieran del armario ideológico y se revelaran forofos del fútbol. Seguro que se trata de una terrible limitación, pero no puedo evitar aburrirme soberanamente con las figurillas de colores corriendo por la superficie verde en pos del cuerpo esférico; no comprendo el entusiasmo de los aficionados, el comentario de los especialistas, la glosa de los escritores. Quizás por eso, siempre me salto los artículos sobre fútbol de Javier Marías, y en la estantería de mi biblioteca en la que reposan usados sus libros, el único que permanece inviolado (salvo por la dedicatoria que me escribió) es Salvajes y sentimentales (Alfaguara). Y sin embargo siempre he sospechado que mi antipatía futbolera me hacía perderme algo importante.
Por eso, en mi deseo de entender esa pasión a veces cruenta (no por el fútbol mismo, me dicen, sino por algunos “energúmenos” que lo convierten en fanática bandera y cifra de su felicidad), me he sumergido estos días —al principio con prevención y desgana— en un libro que recomiendo vivamente a forofos y forofas y que, sin modificar sustancialmente mi antipatía balompédica, me ha abierto una ventana de comprensión. Se trata de La jugada de todos los tiempos; fútbol, mito y literatura (Prensas Universitarias de Zaragoza), de David García Cames, un ameno y documentadísimo ensayo en el que se examinan las prolijas relaciones del fútbol con las letras desde que, en 1863, ese deporte-espectáculo obtuvo carta oficial de naturaleza.
García Cames se centra en el comentario de las ficciones literarias hispánicas que tienen al fútbol y a sus protagonistas como tema, sin excluir como “intermedio teórico” una oportuna reflexión sobre el mito (con citas de Jung y Kerényi y Barthes) aplicado al héroe futbolero. Por sus páginas se analizan novelas y cuentos de muchos autores, de Horacio Quiroga a Villoro, de Fontanarrosa a Benedetti u Osvaldo Soriano, de Delibes y García Hortelano a Mendoza, Martínez de Pisón o el propio Marías. Y, en lo que a mí respecta, tan circunspecto y escéptico respecto al balompié, tengo que reconocer que, leyéndolo, tuve alguna vez un vislumbre de lo que puede ser esa escurridiza felicidad que me está vedada.
2. Epistolarios
Permítanme que llame la atención de los aficionados a la literatura memorialística acerca de dos epistolarios recientemente publicados que propician una mirada matizada (y por tanto, una mayor comprensión) de algunos aspectos de la cultura y la vida intelectual española durante los dos primeros tercios del siglo XX. Epistolario, 1905-1964, de Alberto Jiménez Fraud (Residencia de Estudiantes), recoge en tres volúmenes cerca de 2.000 cartas cruzadas por el que fuera director de la Residencia de Estudiantes durante sus años más gloriosos (en los que pudo poner en práctica parte de las ideas de su maestro Giner de los Ríos) con algunas de los más conspicuos intelectuales y artistas de su tiempo. Correspondencia (1924-1972), de Jorge Guillén y Américo Castro (Fundación Jorge Guillén), reúne en un solo volumen las cartas entre el eximio poeta vallisoletano y el formidable hispanista e historiador cultural. En ambos epistolarios resultan llamativas la expresión del desconcierto y la frustración ocasionadas por el hundimiento de las expectativas producido por la Guerra Civil y el posterior exilio.
3. Cómic
Si les interesa la literatura gráfica de calidad, no se pierdan Verax (Salamandra), un ensayo en viñetas (blanco y negro) del periodista de investigación Pratap Chatterjee y el dibujante Khalil. Su subtítulo, La verdadera historia de la vigilancia masiva y la guerra de los drones, lo dice todo. Le habría recomendado su lectura incluso al patético y obstinado Gandhi catalán, mientras realizaba su vertiginoso ayuno en la montaña sagrada del catalanismo. Seguro que quiso emular a los grandes conductores de pueblos (de Gilgamesh y Moisés en adelante) que, en algún momento, se retiraron a meditar a alguna montaña o desierto reales o simbólicos. Que la Moreneta le coja confesado.
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