Que corra el aire
El autor aboga por que los escritores den un aire extranjero a sus textos para acercarse al lenguaje universal
Con los nacionalismos extremos y la asfixia mental que crean cada vez más los que te manosean y quieren decidir a qué “cultura” perteneces, uno acaba dando pasos para que —como canta Luz Casal— corra el aire. Y para ello opta por alinearse con Valery Larbaud, que recomendaba escribir “donnant un air étranger à ce qu'on écrit”, tratando de dar un aire extranjero (o de extranjería) a lo que se escribe.
Moverse hacia una lengua inventada no es mala idea. Después de todo, escribir ya es estar en otro lugar. Además, el deslizamiento hacia otro idioma siempre nos recordará que las obras maestras de la literatura constituyen una suerte de lengua extranjera en el interior del idioma en el que están escritas: es como si quisieran, decía Deleuze, darnos raras noticias de otra lengua muy anterior, original, desconocida, que sería acaso una proyección de la lengua de Dios, y que involucraría al lenguaje en su totalidad.
Recuérdese la fórmula “agramatical” del escribiente Bartleby que, al terminarla de forma tan abrupta (“I would prefer not to”), distorsionaba el idioma e inventaba una suerte de habla extranjera, subyacente al inglés. A veces, traslado aquella escena de Wall Street a un despacho de la Barcelona actual y observo cómo, en cuanto oye una orden, un oficinista bilingüe responde sistemáticamente con una frase extraña y de afable rechazo; afable sólo en apariencia, porque con su respuesta crea un efecto parecido al que lograba Bartleby, aunque, eso sí, duplicado: como si quisiera socavar dos lenguas con una sola frase.
La posibilidad de enrarecer el lenguaje y huir así de los que exigen que entres en su juego es una fórmula nada desdeñable si uno decide volverles locos. No olvidemos que, con su abrupta respuesta, Bartleby se elevaba muy sutilmente por encima de la presión de los que, deseando atarle en corto, le exigían un sí o un no. Seguramente Bartleby no ignoraba que sólo podría sobrevivir con aquella extraña respuesta, que le envolvía en una “suspensión” que mantenía a todo el mundo a distancia. Buscando un beneficio parecido al que él alcanzara —ahí es nada mantener a distancia a los pesados—, un día haríamos bien en probar a darle sentido a una fórmula agramatical que nos permitiera dar el primer paso hacia esa lengua original, desconocida, la que implicaría al lenguaje en su totalidad.
El primer paso de ese viaje hacia la lengua desconocida —o si se quiere: olvidada— lo vivió en primera persona la gran escritora argentina Sylvia Molloy cuando, allá por los años sesenta del siglo pasado, recién llegada a París, se encontró con el consejo de Larbaud y probó —tímidamente al principio— a dar “extranjería” a sus palabras. De su largo desplazamiento, a través de los años, hacia un léxico que es cruce de idiomas, habla en Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia), donde parece utilizar ya con plenitud esa lengua que habita en el fondo de todos los idiomas y que a ella, como le pasaba a Bartleby, le permite respirar, quizás porque le ayuda a mantener a distancia a los grandes cafres.
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