También la verdad se inventa
Un padre agoniza junto a su hijo y se desata un carrusel de historias. 'El bramido de Düsseldorf' es una gran obra de Sergio Blanco
Tebas Land, del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco, me pareció muy poderosa, pero El bramido de Düsseldorf, que se ha estrenado (función única) en Temporada Alta, es, para mi gusto, más rica, más poliédrica, y quizá sus temas me resultan más hondos. Entra de lleno en ese género ahora bautizado con el feo nombre de “autoficción”, tan viejo como el mundo. Y que en teatro tiene grandes y cercanos patrones. Viendo El bramido pensé que estaba muy cerca de los dameros de Lepage, el Lepage memorialístico de La otra cara de la luna, Las agujas y el opio, Proyecto Andersen y 887. ¿Quién podría discernir lo que era “cierto” y lo que era “inventado” en aquellas historias? Tal vez ni el propio autor.
¿Que también se puede contar lo biográfico desde la ficción pura? Desde luego. Pero Blanco piensa que ficción y realidad se realimentan. A mí me da igual, en términos artísticos, si Blanco fabula la muerte de su padre. Lo que me importa es que esa fabulación tenga verdad. Para intentar cernir su esencia me vienen a la cabeza dos grandes versos. El primero, más conocido, es de Pessoa: “El poeta es un fingidor / finge tan perfectamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. El segundo es de Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”.
Blanco es un gran trilero. Continuamente parece estar preguntándote bajo qué cubilete está la bolita, cuando lo más probable es que esté bajo los tres, o que el juego consista en la combinación de presencia y ausencia: así acaban funcionando, tal vez, las figuras del padre y la madre en la obra. Dicho de otra manera: lo que más me seduce de El bramido es su coctelería insólita. Hay un momento en que combina la canción Mrs. Robinson con una filmación de Bambi, imágenes de los campos de exterminio y un padre que agoniza: hay que tener mucho coraje. O una coda sensacional: el personaje Blanco (a quien mejor llamar “el narrador”) afeita al padre agonizante, y el padre evoca el momento en que el narrador niño descubrió el teatro con el pasaje del barbero y el capitán en Woyzeck. Ambas escenas son un ejemplo de esa realimentación, de emoción que llega por el cruce de senderos aparentemente bifurcados. Como sucede con Lepage, es imposible resumir las propuestas de Blanco: solo puedo acercarme lateralmente.
La escenografía, blanca como un quirófano, blanca como la muerte. Un padre muere. Sí, como en Tebas Land, pero de distinta manera. Tono clave: humor con lo terrible. Más senderos. El bramido abre con Losing My Religion, y la canción de R.E.M. no es ociosa. El narrador quiere ser circuncidado para abrazar el judaísmo. O, como dice el padre, “redimirte en el judaísmo”. La culpa múltiple es el gran tema de la última parte, donde las fantasías de masoquismo moral se concretan en un carrusel de improbables juicios. Y el peso de un muchacho suicida, que se ahorcó en circunstancias muy similares a las de La ira de Narciso, de Blanco. En esa parte, el narrador ve al padre como un rey ciervo que se aleja para bramar y morir, y echa mano del mito de Acteón, que me parece un poco traído por los pelos: me es difícil, en cambio, no verle como el marido de la madre de Bambi. Otros vínculos: una de las historias nos lleva a Peter Kürten, el Vampiro de Düsseldorf, uno de los asesinos más terribles de la historia. El narrador lo ve como un demonio que anuncia el nazismo. Más tarde destellará (y restallará) esta frase: “Los yihadistas son los asesinos en serie del siglo XXI”. El narrador cuenta que la historia de una exposición sobre Kürten es una falacia para ocultarle al padre su trabajo como guionista de porno en Düsseldorf, peripecia a la que también se nos acerca. ¿Cuál oculta a cuál? ¿O las dos son coincidentes?
La convicción de los relatos está realzada por la fuerza de sus intérpretes, espléndidamente dirigidos por Blanco. Gustavo Saffores es el narrador, con un humor sutilísimo que pulsa igual que el bajo eléctrico. Walter Rey (que tiene un aire entre Luppi y Bódalo) es el padre, y un rabino que parece el Dios del Sinaí. O sea, una megafigura paterna, que señala, entre otras cosas, los límites del arte. Soledad Frugone es la cantante, y la doctora Schiller, y la jerarca porno. Y, sobre todo, gran escena, la madre del suicida. Ya sé que la otra madre, la del narrador/Bambi, funciona por ausencia, pero me hubiera gustado verla interpretada por esta actriz. Aún hay tiempo: si Ostia está dedicada, como leo, a Roxana Blanco, hermana del dramaturgo, que la protagonizó con él, me pido otra obra centrada en su madre.
El bramido de Düsseldorf. Escrita y dirigida por Sergio Blanco. Estreno en España: Festival Temporada Alta de Girona, 18 de noviembre. Funciones este fin de semana en el Teatro de La Abadía de Madrid (Festival de Otoño).
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