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El hombre que fue jueves
Columna
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Don Álvaro

Álvaro de Luna era una fuente de historias. Yo le pedía, sobre todo, que me contara aventuras de los especialistas, de cuando eran, decía, la aristocracia del cine

Marcos Ordóñez

Don Álvaro daba un poco de miedo, el miedo del tipo auténticamente duro, pero tuve suerte porque cuando me lo presentaron, en el Gijón, acerté a hablarle de Don Yllán, el mágico de Toledo, el cuento del Infante don Juan Manuel que había protagonizado en la televisión de los setenta, y que quedó eclipsado por su exitazo en Curro Jiménez: parecía que no hubiera hecho otra cosa que el Algarrobo, y eso le fastidiaba un poco. Luego me dijo don Manuel Alexandre: “Chaval, le has llegado al alma. Si de algo está orgulloso es de ese trabajo. Porque era su primer papel de protagonista, y porque lo tenía que hacer Bódalo, pero se fue de gira y Alfonso Ungría se lo encargó a Alvarito. Y lo bordó”.

Don Álvaro de Luna era una fuente de historias. Tenía más memoria de la profesión que Rosana Torres, que ya es decir. Yo le pedía, sobre todo, que me contara aventuras de los especialistas, de cuando eran, decía, la aristocracia del cine, y en Madrid no había más de veinte, y estaban solicitadísimos. Don Álvaro entró en el mundo de los especialistas por el camino del atletismo universitario. Juan Maján Chulillo, el amo, había montado un equipo con atletas, luchadores y jóvenes caballistas gitanos. Y le metió en la banda. “Con las primeras superproducciones americanas”, decía Don Álvaro, “no nos faltaba trabajo”. Contaba que el maestro de Maján fue el gran Yakima Canutt, que había venido a hacer El Cid y La caída del imperio romano. Don Álvaro me dijo que Yakima Canutt había tardado dos años en montar la carrera final de Ben-Hur, “entre prepararla y hacerla”. Nombres míticos, hazañas homéricas. Ochando, Henry Plata, Chinchilla, Rafael de la Rosa…Y aquellos caballistas gitanos que parecían imaginados por Joseph Kessel: Medina, los primos hermanos Eduardito y Cacharra… y Cascabel, “que era sordo pero tenía un sexto sentido”.

Diez años estuvo don Álvaro en el mundo de la acción. Diez años en los que podía hacer locuras como trepar a la torre más alta del castillo de Colmenar Viejo y correr sin vértigo de almena en almena. Luego me contó que el Gijón había sido su verdadera escuela, de interpretación y de vida. “Aquí aprendí a escuchar y a leer gracias a dos grandes maestros: Manolo Alexandre y Enrique Diosdado. Me apadrinaron, me dieron buenos consejos, me llevaron a todas partes. En el Gijón encontré un sentido de familia teatral: sabías quiénes eran tus mayores. Y tus mayores te reconocían y te apoyaban”. Me gustó mucho su definición del gran Bódalo: “Era un actor que sudaba cada escena, que tenía el aspecto de la vida”. En otro de aquellos encuentros le pregunté por su mejor premio. Me contestó: “Cuando Bódalo me llamó para felicitarme por un episodio de Los camioneros. Fue como si acabaran de darme el Oscar”. Y recuerdo esta sabia frase: “Es fácil olvidar lo que no hay que olvidar nunca: que en esta profesión se aprende cada día y que no se debe dar nada por seguro”.

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