Negra nostalgia
En mi último viaje en tren asistí al robo del espacio público por parte de unos españoles maleducados, zafios e incluso crueles
Realicé hace un par de días un viaje en un tren Alvia que resultó ser una pesadilla. No quiero exagerar, pero lo que vi creo que era también restos del franquismo social, o directamente de la Edad Media. Vi lo siguiente: tres matrimonios de jubilados no en animada charla, sino contando chistes sobre maricones y gitanos a voz en grito. Chillaban, rugían, berreaban. Dos niños corriendo por el pasillo y pegándole a los pasajeros y su madre hablando por teléfono a ladridos con su exmarido. Aparecieron más matrimonios vociferantes. Un hombre sacó una bandurria y se puso a cantar canciones. Corrí buscando ayuda. Encontré a un revisor, le expliqué la situación. Cuando terminé de informarle, le llamaron al móvil. Era su mujer. Se puso a hablar con su mujer también a voz en grito. Cuando terminó, me dijo que me cambiara de vagón. ¿A qué vagón me cambio? le pregunté. Me dijo que la cosa estaba mal porque el tren iba lleno. Y se echó a reír. Y se fue.
Me fui al bar del tren, donde me topé con una media docena de chavales deportistas que hablaban con aullidos y se hacían selfies que luego compartían en las redes. Me fui al lavabo. Flotaba una hez dentro del inodoro. Volví a mi vagón. La juerga seguía. Mi vagón se había convertido en un bar de pueblo, en un inmundo casino de pueblo, en una verbena soez, llena de olés. Solo faltaba que la gente se pusiera a fumar y a escupir. También olía mal. Se oían flatulencias escondidas en las risas. Un septuagenario rijoso llevaba unos tirantes con los colores de la bandera de España. Tuve que escuchar todos los chismes del pueblo de donde eran mis compañeros de viaje.
Dos octogenarios se pusieron a bailar. Uno se cayó encima de la mujer del otro. “Le has tocado las tetas a mi mujer”, gritó eufórico de risa y de barbarie. Luego, sacaron los embutidos. Comían chorizo, queso y bebían vino de una bota. Eructaron. Se carcajeaban. Celebraban un viaje a Madrid. Me enteré de cómo se llamaban todos. También me enteré de cómo se llamaban sus familiares, a los que telefoneaban de vez en cuando. Discutían sobre dónde iban a celebrar la Navidad. Se trataba de una peña, una especie de asociación de entretenimiento y ocio. No era divertido lo que estaba viendo. Estaba asistiendo al robo del espacio público por parte de unos españoles maleducados, zafios e incluso crueles. Porque la mala educación en España es crueldad hacia el otro. Me quejé y se rieron. No entendieron que me quejase. No eran culpables de su mala educación porque no eran conscientes de que un vagón de tren es un espacio de todos. No me veían. Ni veían al resto del pasaje. Solo existían ellos en el mundo. Ellos y su crueldad hacia nosotros. No eran mala gente. Eran el eterno retorno de aquella España que nunca se fue del todo. Sentí nostalgia, incluso una negra nostalgia de mí mismo, porque de allí vengo.
Babelia
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