Caballos y seres humanos, una simbiosis de seis milenios
El historiador alemán Ulrich Raulff repasa en un libro la evolución del hombre desde la perspectiva de su relación con los equinos
Casi no existe reportaje, diario o correspondencia de las dos guerras mundiales, según cuenta el historiador Ulrich Raulff, donde no se lamente la suerte de los caballos: el soldado más curtido, que se obliga a sí mismo a la impavidez ante la matanza de hombres, se permite la debilidad de que le conmueva el holocausto de los equinos…
A este rasgo del desvalimiento del animal, de la crueldad con él, dedica unas cuantas páginas Raulff en Adiós al caballo (Taurus), que es una erudita y amena enciclopedia sobre el tema cargada de saberes y un caudal de anécdotas de la historia, la literatura y la iconografía, datadas en los 6.000 años de la simbiosis laboral, económica, militar y simbólica entre hombres y caballos; la mayoría de ellas, centradas en el siglo XVIII y en la “edad de oro” de ese entendimiento, el largo siglo XIX, que se prolonga hasta la Primera Guerra Mundial, cuando la aceleración de la mecanización del mundo anuncia el declive y fin. Ahora nuestra relación con él se ha convertido en simpatía, deportiva, y en muchos casos también terapéutica.
Miseria espiritual
Anécdotas como la del célebre abrazo de Nietzsche al cuello del caballo incapaz de arrastrar el carro y cruelmente azotado por el carretero; la de la joven lady inglesa que para desesperación de su madre le dio calabazas al encantador y riquísimo baronet que la cortejaba porque le había visto maltratar a sus caballos, signo indiscutible de miseria espiritual; la tendencia de Napoleón a caerse de su montura, por más que Jacques-Louis David lo retratase como impetuoso jinete; el error de Robespierre al desoír el consejo de Couthon y negarse a cabalgar hacia la Convención Nacional —le hubiera conferido un plus de autoridad— el día fatídico; el lamento de Kant porque el rey de Prusia se presentase en Königsberg en carruaje y no a lomos de un corcel como le correspondía, pues “el rey no es rey sin su caballo”, y Ricardo III, al perder el suyo en el fango de Bosworth Field, “no solo se ve privado de la posibilidad de escapar con rapidez sino que además experimenta la disociación de su realeza”…
Mil historias en torno a ese animal que Raulff venera —como sus compatriotas, pues hoy vive un millón de caballos en Alemania, y las librerías de las estaciones de ferrocarril ofrecen dos docenas de publicaciones sobre ellos y la equitación—. El monumento que le levanta es una historia del mundo desde el punto de vista de la simbiosis de hombres y caballos en agricultura, guerra, técnica y tecnología, y una lectura llena de encanto para los que sienten simpatía por “un animal que a diferencia del hombre por naturaleza huye”, y cuya velocidad es el atributo que despertó el interés de los humanos.
Ulrich Raulff tiene 68 años. Ha sido jefe de cultura del Frankfurter Allgemeine Zeitung y editor jefe del Süddeutsche. Ha publicado ensayos sobre Marc Bloch, Aby Warburg y Stefan George, pero este libro es la obra de su vida. “Ha nacido de lo más profundo de mi alma”, cuenta, “ y tiene un trasfondo autobiográfico, porque crecí en el campo, en una granja, y mi madre era lo que en alemán llamamos ‘la chica de los caballos’. Hasta los 15 años no hay casi ni una fotografía mía que no esté a lomos de un caballo, o más a menudo entre sus patas”. Pese a ese trasfondo, ha evitado lo sentimental; si acaso peca más bien de cierta frialdad o distancia objetiva: “Soy de carácter escéptico e irónico, como historiador estoy en la escuela de Warburg, y estoy convencido de que la epistemología y la pasión por un tema, la distancia y el pathos, no se excluyen”.
Ese pathos se manifiesta más abiertamente cuando uno le cuestiona el a priori de la belleza física excepcional del caballo, o le sugiere que, bueno, es un animal menos inteligente que el perro, el delfín, el pulpo o el cerdo. “En cuanto a la inteligencia, hasta hace 20 años existía la teoría de que esos animales que usted cita eran más inteligentes, pero hoy no se sostiene. Hablo de estudios científicos que demuestran una gran inteligencia social del caballo especialmente en relación con el ser humano. Es una inteligencia reactiva, como la de los perros, pues como ellos son capaces de interpretar una expresión o un estado anímico de su amo. En cuanto a la belleza, el caballo es tremendamente bello, lo acabo de confirmar en el Prado, donde he vuelto a fijarme en los de Rubens, Velázquez o maestros antiguos. Diría que es más hermoso que la más bella de las mujeres. Tiene unos ojos extraordinarios…”.
Un naufragio relinchante
Describe Josep Pla en algún sitio el naufragio de un barco de carga, durante la Primera Guerra Mundial, entre la costa catalana y Mallorca, y cómo nadaba entre otros pecios una relinchante multitud de caballos despavoridos, antes de hundirse. Una imagen hipnótica: no los marineros muertos, sino los equinos. En efecto, su desgracia parece más impresionante que la de los hombres, sentimos que están más desvalidos y si su sufrimiento no es más injusto lo parece porque no pueden quejarse.
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