Un respeto a la divina “gorda”
La caricatura de la Caballé no puede trivializar su dimensión de cantante histórica y hegemónica
Tiene sentido evocar hoy más que nunca la reseña de The New York Times que elogiaba la primera actuación de Montserrat Caballé en el Carnegie Hall en la temporada de 1965. Sustituía a Marilyn Horne en las funciones de Lucrezia Borgia, de Gaetano Donizetti, y se granjeaba el derecho a una ecuación: "Callas + Tebaldi = Caballé".
Conviene evocar la resonancia de aquel titular, como procede situar a la Caballé en las coordenadas de la gran historia de la ópera. Puede que su carrera se haya prolongado más de lo necesario y fuera de lo imprescindible, incluso es posible que los desórdenes de su decadencia hayan contribuido a desnaturalizarla: Montserrat Caballé, una evasora fiscal. Montserrat Caballé, la coprotagonista de un esperpéntico anuncio de lotería navideña. Montserrat Caballé, ya con más perspectiva histórica, la pareja de Freddy Mercury, la gorda del gorgojo en el himno de Barcelona.
No existiría esta caricatura de la diva si ella misma no se hubiera expuesto a los episodios mencionados. Caballé había engendrado su propia versión oscura y estrafalaria, su némesis despiadada, pero resulta desproporcionado simplificarla al capricho del escarnio social.
No decimos que se la idolatre como sucedía en Nápoles con Maradona. Idolatrar quiere decir que el fraude a la Hacienda italiana del futbolista se convirtió en asignatura universitaria con todos los criterios de indulgencia. Decimos que la venganza a la evasora debería consentir un reconocimiento de su grandeza artística y de su repercusión en las emociones. De otro modo, vamos a terminar escribiendo en Wikipedia: Montserrat Caballé, evasora fiscal y soprano.
Hablamos desde la devoción. Y desde la sugestión que a uno le produjo escuchar al portero de la finca donde residía la diva una expresión ceremoniosa hace algunos meses con motivo de un encuentro: “El periodista ha llegado”. Y el periodista, un servidor, recorre con la mirada el salón de un ático cerca de la estación de Sants mucho más sobrio y modesto de lo que sugiere la imaginación o el revanchismo: que salga la gorda de su palacio.
Y se encuentra con una anciana de más de 80 años que no puede levantarse del sillón y que se desenvuelve desconcertada, incrédula, cuando pacta con la justicia seis meses de cárcel. La foto con el rey Juan Carlos, con Breznev y con tres papas, el premio Príncipe de Asturias, los grammys, los discos de platino, la condescendencia con Jordi Pujol en la cima de la corrupción de Convergència. "También los santos se equivocan", decía, para solidarizarse con el expresident catalán.
No había perdido su carcajada tintineante, acaso como un exorcismo a su desdicha. Ni su cierto aire de intemporalidad. La Caballé siempre tuvo unos cincuenta años. Cuando era joven y cuando era una anciana. El pelo azabache disimulaba el milagro. Y recogía la diva su moño como si estuviera a punto de cantar Butterfly, de Giacomo Puccini. La rodeaban más recuerdos que amigos. Y reposaba en su sitial como una diosa antigua y desposeída.
Niña de la posguerra, emigrante en Suiza y en Alemania, ídolo soviético. Y gorda, como Pavarotti, gorda a mucha honra, porque pasaron hambre los dos y porque se prometieron no volverla a pasar. No escuchaba sus discos la Caballé en casa. Yo sí. Que haga cuentas con Hacienda. Y que pague, claro. Pero a mí, cuando hago las cuentas con la Caballé, resulta que la declaración me sale a devolver. Nos ha dado mucho la histórica soprano barcelonesa. Nos lo ha dado todo.
Y una manera de agradecérselo, o de intentarlo, consistió en el homenaje que se le tributó en el Teatro Real el 9 de diciembre de 2014. No descendió el telón. Lo hizo una pantalla gigante en que aparecía proyectada el pasaje de Casta diva (Bellini) que Montserrat Caballé interpretó en el Teatro Real en 1971. Había supervivientes de entonces entre los espectadores. Se les podía identificar con el orgullo y los lagrimones, aunque la ovación a la estrella del vídeo fue unánime. Y más contundente aún cuando la propia diva apareció sobre el escenario, en carne y hueso, renqueante, abrumada por el recordatorio que se le había tributado.
Cantar no cantó, pero obtuvimos el placebo de sus grabaciones. Y le arrancamos una promesa. "Volveré a cantar, volveré a Madrid, regresaré con un recital", concedía la Caballé antes de abandonar el escenario, valiéndose de muleta y de la ayuda incondicional de Emilio Sagi.
El director de escena presentó el homenaje, aunque las protagonistas fueron seis sopranos, o seis vestales, pues unas y otras cantantes comparecieron en el Real para custodiar el fuego sagrado de Montserrat Caballé. Y para demostrar la versatilidad de la diosa, asumiendo esa variedad camaleónica que hizo de la soprano barcelonesa una heroína belcantista, una sacerdotisa verdiana, una mediadora de Strauss, una gigante wagneriana, una misionera de Puccini, un mito universal que echó raíces en Madrid en la temporada de 1967 con el asombro de La Traviata.
La gran pantalla de vídeo devolvió a la gloria a la Caballé. Hizo recordar su grandeza. Demostró que urgía reivindicarla lejos de los detalles que la han desdibujado o frivolizado en la memoria colectiva. La Caballé no fue solo una gran soprano. Fue un fenómeno vocal, un "monstruo" operístico en la acepción más compleja que pueda sospecharse. Una figura hegemónica cuya pintoresca y dolorosa agonía la ha alejado del altar, pero el fuego y Norma estará siempre entre sus cuerdas vocales. Oremos.
"Templa, oh, Diva, templa estos corazones ardientes, templa de nuevo el celo audaz. Esparce en la tierra esa paz que reinar haces en el cielo" (Norma, Bellini, primer acto).
Babelia
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