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“8 de octubre. Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel”

Se publican en un libro los cuadernos inéditos de José Saramago 20 años después de que el autor portugués recibiera el premio

Juan Cruz
José Saramago, en playa Quemada, entre los municipios de Yaiza y Tías, en Lanzarote, en una imagen de 2007.
José Saramago, en playa Quemada, entre los municipios de Yaiza y Tías, en Lanzarote, en una imagen de 2007. PEDRO WALTER

Escribió José Saramago el 8 de octubre en su diario inédito, ahora publicado por Alfaguara (El cuaderno del año del Nobel): “Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. La azafata. Teresa Cruz. Entrevistas”. Este hombre acostumbrado a la soledad y a la paciencia, era de párrafo largo en la escritura de sus diarios. Ese día una corriente eléctrica lo puso solo ante la noticia literaria más grave de su vida. Había ganado el Nobel y no tenía ante sí sino la azafata que le dio la noticia. Y un largo pasillo.

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Acostumbrado a narrarse en cuadernos que iban publicándose a medida que los completaba (sus cinco Cuadernos de Lanzarote, donde vivió con Pilar del Río desde 1993 hasta su muerte, en 2010), en esta ocasión se quedó con la anotación de un hecho: el premio y la soledad. “8 de octubre. Aeropuerto de Frankfurt…”.

A su alrededor, le dijo ese día a los periodistas, sintió que no había “nada, nada, nada, nada”. Recibió la noticia por esa azafata portuguesa, Teresa Cruz, y salió del avión despedido a un torbellino. Mientras andaba se encontró con Isabel Polanco, su amiga, responsable del Grupo Santillana, a la que abrazó como su abuelo abrazaba los árboles, para sentir que no estaba solo en la vida.

Saramago regresó a la Feria de los editores en Fráncfort. Fue abrazado allí por una multitud. Una lluvia de champán y parabienes, los parabéns portugueses en primer lugar. El premio a un hombre, a una lengua. “Ha sido un portugués”. Impasible, él destaca en ese instante por la sobriedad ante el agasajo.

Ricardo Viel, periodista brasileño, cuenta en Un país levantado en alegría, que Alfaguara publica ahora también, que algún soplo recibió Del Río sobre la posibilidad de que se lo dieran, y aconsejó a su marido, la noche anterior, estar pendiente de las noticias.

Saramago es escueto sobre la víspera en Fráncfort. “7 de octubre. Frankfurt. Coloquio en la Feria sobre comunismo”. Fue en un teatro casi repleto, en Alter Opera; había sido interpelado muchas veces (por el Vaticano, después del Nobel: el periódico del papa lo llamó “comunista recalcitrante”, recuerda Viel) por su militancia, y el 6 de octubre registra en su diario lo que iba a decir. “¿Qué significa hoy ser un escritor comunista? […] ¿Todavía es posible, en esta situación, ser comunista? Creo que sí. Con la condición, reconozco que nada materialista, de no perder el temperamento. Ser comunista o socialista es, entre otras cosas, y tanto como o aún más importante que lo demás, un temperamento”.

Así había sido, y así sería, después de la tormenta del Nobel, el temperamento de sus reflexiones, confesiones, narraciones, diatribas, con las que festonea diarios anteriores y con los que llena este. En febrero de ese año Pilar del Río lo encontró rebuscando en los soportes en los que fue escribiendo su marido. “No será necesario que describa el pasmo del instante”, dice Pilar en su prólogo a esta edición que publicará este 11 de octubre. Saramago contó que lo tenía escrito, pero el texto huyó en la maraña de los ordenadores. Dice Del Río: “Eran días de hace 20 años, eran días de hoy”.

En el diario ahora publicado, aquellas fechas de octubre (“días de hace 20 años, días de hoy”) son telegramas con los que Saramago se salvaba de la desmemoria que provoca todo tumulto. No recupera el aliento de su escritura sincopada pero larga, pausada, hasta que tiene que hacer su discurso ante la Academia Nobel. Ese 7 de octubre de 1998 se registra así: “Siete entrevistas en el hotel… Escrito a lo largo del mes pasado, dejo aquí el discurso leído en esta fecha ante la Academia Sueca. Título: De cómo el personaje fue maestro y el autor su aprendiz".

Así empezó su discurso: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir”. Era la historia de su abuelo, la que lo hizo llorar y escribir a lo largo de una vida que aquel día recibió una sacudida brutal, cuyo grado se advierte en la intensidad de su sorpresa.

“La primera noche como Nobel durmió tres horas. No se sabe si soñó”, escribe Ricardo Viel en su libro. Luego siguió la vida, él recuperó el pulso y acabó el año, así lo cuenta, buscando en cuclillas unos calcetines en El Corte Inglés. Se lo había ordenado Pilar del Río. “Ya los vas necesitando”. Acaba la electricidad de octubre, Saramago se disponía a ser José otra vez, escritor portugués, vecino de Tías, en Lanzarote.

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