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El hombre que fue jueves
Columna
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La hermandad

El vínculo que enlaza cómicos y público es la alegría de la representación, brotando por igual en cualquier forma, en la pantalla o en la escena

Marcos Ordóñez

La base de la hermandad interpretativa, el vínculo que enlaza cómicos y público, es la alegría de la representación, brotando por igual en cualquier forma, en la pantalla o en la escena, y por encima de géneros: alegría en sí misma, nacida de la fuerza, la emoción y la ligereza. La semana pasada la vi centellear en El pan y la sal,de Raúl Quirós, en el Lliure, una lectura dramatizada dirigida por Andrés Lima, que también actuaba. A veces una lectura, sin movimientos, concentra más la atención.

No era precisamente una comedia, y sin embargo nos llenó de alegría: su tema era el juicio a Garzón (Mario Gas) y, en primer plano, los testimonios de la memoria histórica. El pan y la sal se había aplaudido ya en Madrid y Sevilla. Del formidable equipo que fue al Lliure (11 intérpretes, todos en punta) me vuelve el recuerdo de María Galiana, José Sacristán, Emilio Gutiérrez Caba y Gloria Muñoz que con sus miradas, unas pocas líneas y unas voces invictas, nos hacían ver vidas enteras.

Cada uno podía ser protagonista, y pensé en la posibilidad de un ciclo, con una obra por personaje, pero lo que vimos ya fue estupendo: alrededor los ojos brillaban. Una amiga, al salir, no podía resumirlo mejor: “Qué sencillo, qué claro, qué eficaz. Y qué emoción al final”. Hubo hermandad por partida doble cuando Mario Gas alzó la mano para decir que la compañía dedicaba la función a Carles Canut, y volvieron a arreciar los aplausos. Estos días, los recuerdos y las historias felices de Canut iban de boca en boca por la gente de teatro, como un necesario reconstituyente.

La noche siguiente fui al cine a ver El reino, de Rodrigo Sorogoyen. Otro triunfo de la hermandad. Otro reparto tan potente y extenso que si los menciono a todos lleno la columna. Cierro los ojos y desfilan el galope anfetamínico de Antonio de la Torre en el impresionante tercio final, y Bárbara Lennie atenta a dos antenas, y José María Pou mítico en la mansión crepuscular, y la ferocidad de Ana Wagener, y el estallido de Luis Zahera en el balcón, y me paro porque no pararía. Lo importante: extrema tensión destilada en la felicidad de ver a unos intérpretes en plenísima forma, pasándose la pelota. Pensé que hará unos años, en un thriller político, no hubiéramos conseguido escaparnos del excesivo patrón americano. Ahora son nuestros ritmos, nuestro lenguaje, nuestros personajes, con verdad constante.

Y al acabar pasó algo maravilloso que solo había vivido en el teatro: los espectadores nos quedamos en el patio de butacas, comentando, atrapados, hasta que nos dijeron que, por favor, que iban a cerrar. Entonces recordé a Pou contándome que el martes se cumplían los 50 años de estreno de Marat-Sade, dirigido por Marsillach, en el Poliorama, y que cada noche el público les esperaba y ocupaba las Ramblas. “Hacía frío y había policía”, dijo, “pero nadie quería irse: íbamos de grupo en grupo, en una tertulia apasionada”. ¡La hermandad!

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