Vida mística, leyenda y pintura de Cristino de Vera
El artista inaugura en Madrid la que asegura será su “última” muestra
En los veranos de los años cincuenta del siglo XX, dice la leyenda, se iba con sus amigos (Tino Grandío, Antonio López…) a refrescarse al Museo del Prado, en Madrid hacía demasiado calor. Y en el invierno, en medio del frío de agujas de la ciudad en la que vivió desde su juventud, Cristino de Vera (Tenerife, 1931) se iba al mismo sitio a calentarse entre los clásicos que lo han marcado como pintor. La leyenda también lo sitúa en los pasos de cebra o en las taquillas de los cines interrogando a cualquiera sobre el grado de felicidad que les daba la vida.
La realidad lo muestra como un pintor alentado por la mística, que dibuja cuadros en los que están la naturaleza y cierta imagen de Dios. La música gregoriana ha sido la que ha llevado sus manos y su alma, y esa serenidad es el misterio que alimenta su arte. Desde mañana se puede ver una antológica de su obra en el CaixaForum de Madrid.
Obra suya se puede ver, entre muchas colecciones, en la Fundación Cristino de Vera, en La Laguna, a 10 kilómetros de donde nació. Él dice que esta antológica de Madrid será la “última” de su vida. Su pesimismo sobre la salud lo llevó, desde que tenía 40 años, a augurar su desaparición inmediata, así que sus amigos no toman en serio su profecía.
La casa de Cristino de Vera, donde vive con Aurora Ciriza, la compañera que lo ha alentado en la salud y en las frecuentes caídas en la hipocondría, es como su pintura, sencilla, desposeída hasta de sus propios cuadros, en el larguísimo pasillo un ángel asombrado arroja su sombra. Por allí pasea él su aspecto de monje de Silos que viene vestido de negro de escuchar los truenos de Dios. En ese escenario, ante una mesa camilla, nos habló a media voz de lo que le preocupa y está en sus cuadros, de los que Juan Benet o Manuel Vicent o Julio Llamazares dijeron y dicen que son como el susurro del alma de un hombre ardiendo. Ese hombre ardiendo cree que, en efecto, “la verdadera riqueza es la que parte de tu corazón, lo más interior de ti, lo que hace que el plan divino se cumpla, como decía Teilhard de Chardin”. El ser humano se ha ido por lo más fácil, dice Cristino. “Y si no encuentra en su interior algo de la divinidad, tiene que recurrir a los místicos. Los místicos siempre están profundizando y adaptando. Sin ellos el lenguaje se paraliza”.
No ha llegado al silencio, pero su pintura, de colores ocres, de tierra y de cielo, aspira a representarlo. “Creí que había aprendido muchas cosas, pero en realidad soy un modesto discípulo”. “He aprendido de Zurbarán. Y he aprendido que a las artes hay que quitarles el ramalazo de bobería y de maldad, de estupidez y de éxito, del ego. Ahora todo es de una complejidad tan grande que no sabemos lo que hay. Se abre la puerta del misterio total”, señala.
—¿Qué hay tras la puerta? Desde joven, en su cara salida del Greco, o de Zurbarán, hay unos ojos asombrados a los que pespuntean de blanco unos arcos que se llaman seniles. Cuando habla te acerca esos ojos como si hablara con ellos, como si fuera a recitar versos de san Juan de la Cruz.
—¿Detrás de la puerta? Sabe Dios… Todas las religiones coinciden más o menos: detrás está la prisa. Uno de los fenómenos más raros es cómo modulas el tiempo. Por eso elegí la pintura: el tiempo pasa veloz y quería ver si era capaz de plasmar lo que tenía en la cabeza. Yo iba para marino mercante, en Tenerife, tenía todo el mar delante. Pero el misterio está dentro de ti, sabe Dios dónde está el misterio.
—Nombra a Dios. Entiendo que ya cree en Dios.
—Ahora ya creo en Dios. Lo que no entiendo es cómo él mundo en su variedad infinita no responde a su orden. Como decía un científico, la próxima confrontación será a pedrada limpia.
—¿Cómo le sirve esa mística suya para interpretar la realidad?
—Nadie sabe lo que es el tiempo. Las cosas que más queremos son fugaces. Por eso he vivido un poco apartado. Si el tiempo está hecho para buscar a Dios, para saber que la vida es tan rápida, hay que detenerse a buscar las cosas esenciales. Esta no es una carrera de caballos para ver quién llega primero.
—Pero el tiempo se mueve y se llama actualidad. ¿Cómo se defiende de eso?
—Hay siempre una nueva actualidad. Se acabó la Guerra Fría y ahora vuelve otra. En cualquier momento cierras la puerta y se produce otra actualidad.
—¿Y cómo se ha defendido usted, en un mundo tan competitivo, haciendo una pintura mística?
—Tenía un profesor, José María Valverde, que me decía: “Cristino, lo mejor que te puedo enseñar es a no perder la vocación. Y para eso aléjate de inauguraciones, cuidado con las tertulias”. Sigo su consejo.
Cristino habló de la muerte, de la suya, desde que era joven. Su salud le daba avisos que él consideraba perentorios, se salvaba tomando whisky en escudillas y comiendo zanahorias o manzanas. La palabra miedo ha estado en todos sus versos y en sus cuadros, amortiguada por la esencia de eternidad que plasma en sus paisajes de tierra amarilla. Ahora cree que el miedo “es la consecuencia del choque de la complejidad humana con la vida misma. Lo principal es cómo ir escondiéndose del tiempo, en silencio, como cuando duermes”.
—¿Cómo le afecta la edad?
—No muy bien, me siento más frágil. En la plaza Santa Ana vi a dos vagabundos en un pretil. Al fondo se veía un cielo estrellado, la quietud del espacio, y uno le hacía preguntas al otro, preguntas que sólo puede descifrar la sabiduría del silencio. Nadie sabe cómo comenzó el mundo, qué hubo antes. Se puede intuir: el silencio. De eso hablaban.
Enjuto, delgadísimo, su cuerpo poblado de pelo oscuro. ¿No será usted un personaje de Beckett? “Sí, claro. Estoy buscando a Dios, el hombre puede no saber que lleva esa chispa dentro. Algunos han llegado a su culmen, como Hitler o Stalin, llevándose por delante un reguero de sufrimiento, pero hay gente tranquila y buena. Hay algo de absurdo en todo de tan inexplicable que resulta”.
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