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PREPUBLICACIÓN

La llamada de la ficción

Babelia publica un adelanto de Algunos libros, que reúne las charlas inéditas en español del celebrado novelista E. M. Forster en la BBC, de la que era colaborador habitual

El novelista británico E. M. Forster.
El novelista británico E. M. Forster.

¿Son útiles los libros? Voy a hablarles de libros. Los libros no son los únicos objetos que hay en el mundo y tampoco creo que estén entre las cosas más importantes. Pero he tenido mucha relación con los libros y ese es el motivo por el que se me considera competente para hablarles de ellos por la radio. Durante el transcurso de mi vida he leído muchísimos libros, he vivido atrapado en muchas de sus historias y argumentos, la lista de mis lecturas formaría una biblioteca muy extensa, y también escribí algunos por mi cuenta, sobre todo novelas.

De la misma manera que otros locutores les hablarán de política y sobre el arte del gobierno porque conocen bien la administración, o les hablarán de ciencia porque es el campo donde han desarrollado su actividad, yo me ocuparé de los libros porque me he pasado la mayor parte de mi vida escribiendo y leyendo. No voy recomendar ninguno de los libros que he escrito, ni siquiera les diré el título.

Quiero dedicar la charla de hoy a una pregunta que entraña cierta profundidad: ¿son útiles los libros? Sabemos que ocupan mucho espacio y que nos exigen mucho tiempo. De acuerdo, pero, ¿de verdad merecen la pena? Miremos nues­tras estanterías, seguro que a más de uno le gustaría colocar allí comida o ropa, pero resulta que no puede porque están llenas de libros. Los libros también ocupan buena parte del día: quizás le apetecería a usted pasarse el día hablando, o jugando, o medio adormilado, pero no puede permitírselo porque tiene que leer un libro. ¿De qué va todo esto? ¿Son los lectores acaso un punto de apoyo del que se sirven los libros para seguir existiendo? La tradición libresca está viva desde hace tres mil años. Se trata de un lapso breve si se lo compara con la historia de la raza humana, pero es muchísimo tiempo si se lo compara con la vida de un individuo. De una manera u otra los libros se las han arreglado para sobrevivir. Si me permiten, voy a sugerirles tres motivos que explicarían esta pervivencia y que también pueden ayudar­nos a comprender por qué son objetos tan útiles.

La primera razón es muy sencilla. Los libros son útiles porque nos proporcionan datos. Queremos saber que está pasando en el mundo o qué ha sucedido en nuestro país y una buena manera de enterarnos es recurrir a los libros. A esta clase de libros les llamo «libros informativos», y acudimos a ellos para aprender algo práctico. Les pondré un ejemplo muy sencillo. Supongamos que quiero ir en autobús de Londres a Bedford. Si no tengo la menor idea de dónde sale la línea, puedo recurrir a un libro que contenga los horarios y allí podré averiguarlo. Después de consultarlo sabrá usted a qué punto de la ciudad debe ir para esperar el autobús, y a qué hora sale; el libro nos ha proporcionado una buena ración de hechos. Pongamos otro ejemplo. Supongamos que he oído hablar de Gladstone y quiero saber más de este personaje. Acudo a la biblioteca y pido un buen libro sobre Gladstone; quizás me recomienden Vida de Gladstone, que es excelente. El procedimiento es el mismo que con el horario que nos proporcionó los datos correctos sobre al autobús, pero ahora sobre Gladstone. Un ejemplo más: supongamos que ustedes se interesan por la astronomía y quieren saber más cosas sobre la Tierra y su posición en el sistema solar o en la galaxia; solo tienen que acudir a la biblioteca y pedir una buena monografía sobre el asunto. Al libro sobre astronomía se le llama tratado científico, y al libro sobre Gladstone se le llama biografía histórica; pero no se dejen intimidar por estos nombres ampulo­sos, los dos pertenecen a la misma especie de libros que el modesto horario que consultamos primero: su propósito es suministrarnos datos.

Como lectores esperamos y podemos exigir a este tipo de libros que nos proporcionen información correcta. Los lec­tores nos mostramos en este asunto inflexibles. Al fin y al cabo, si nos dicen que el autobús sale a las tres y resulta que salía a los dos y media, lo perderemos, algo que no nos hará ni la más remota gracia. El fiasco se repite si nos aseguran que Gladstone era conservador o que el Sol gira alrededor de la Tierra… Esta clase de errores no benefician a nadie; los hechos que transmiten son incorrectos, de manera que el libro es malo, podemos afirmarlo de manera categórica. Los libros que elegimos para informarnos y aprender cosas deben ofrecer datos ciertos y contrastados.

Mi recomendación es que lean ustedes por su propio bien. Es un despropósito leer con la esperanza de que nos mejore como personas

Estoy seguro de que todos nuestros oyentes estarán de acuerdo con lo que acabo de argumentar: los libros son úti­les porque nos informan sobre el mundo que vivimos. Que­remos conocer este mundo, y a la curiosidad no le gusta darse por vencida. Esta es una de las principales motivaciones para leer, y la más sencilla de entender, pero no la única. Se me ocurren por lo menos dos razones más, si bien me temo que no son tan sencillas de explicar.

Quiero empezar por un libro de Shakespeare, Macbeth, por ejemplo. ¿Tiene Macbeth alguna utilidad? ¿Nos informa de hechos contrastados? Muy pocos. Sin duda está escrito sobre una base histórica, pero presentada de manera tan oscura que apenas obtenemos un par de datos fiables sobre la historia de Escocia, donde transcurren los hechos. Macbeth no nos sirve para aprender la historia de Escocia como Vida de Gladstone nos servía para aprender cosas sobre Gladstone. Nos enfrentamos a una clase de libro bastante distinta. Lo que Shakesperare se propone con Macbeth es inventar y crear un mundo y unas historias que no existían, que salen por primera vez de la mente de Shakespeare, y que si él no hubiese nacido para convertirse en lo que se convirtió, nunca jamás hubiera leído nadie. Esta es la segunda especie de libro de la que quería hablarles. Un libro de la primera especie lo juzgamos bueno si nos informa adecuadamente del segmento de vida en el que nos hemos interesado. Un libro de la segunda especie es bueno, entre otras cosas, si el mundo que convoca nos parece vivo. Los críticos llaman a esta clase de libros «literatura imaginativa».

Busquemos otro ejemplo. Me vale con cualquier novela buena que hayamos leído últimamente. En mi caso elegiré Esposas ancianas de Arnold Bennett. Esta espléndida novela es buena no porque nos proporcione datos fiables sobre el mundo sino porque levanta una región imaginaria. Quizás el lector aprenda de pasada algo sobre la Inglaterra de pro­vincias, pero el auténtico objetivo del libro es el desarrollo de las dos hermanas protagonistas: Constanza y Sophia. El libro es bueno porque Bennett consigue inventar personajes y situaciones verosímiles.

Si usted es lector de poesía moderna le proporcionaré ahora mismo otro ejemplo: La tierra baldía, un hermosísimo poema de T. S. Eliot. Este libro es bueno gracias a la emoción que desprende su atmósfera. Esta atmósfera (y la tierra de la que habla el poema) no existe realmente, no puede encontrarse en ningún mapa, no la cruza ninguna línea de autobús ni tampoco de ferrocarril. El poeta inventó una tierra y consiguió que pareciese real: esta es la prueba de que el libro es bueno. El horario de autobuses, un volumen sobre la vida de Gladstone y el manual de astronomía pertenecen a la misma especie de libros. Macbeth, Esposas ancianas y La tierra baldía pertenecen a la segunda especie.

Ahora bien, esta segunda clase de libros no le gusta a todo el mundo. Y no existe un criterio exacto. O te gustan o no te gustan, y no hay nada más que añadir. Les confieso que a mí sí me gustan. Me gustan más que cualquier otra cosa. Si no fuese así, no hubiese podido dedicarme profesionalmente a la literatura ni estaría hablándoles aquí esta tarde. Pero basta con reflexionar un poco sobre el asunto para darse cuenta que es absolutamente imposible demostrar que un libro de esta especie tenga la menor utilidad. Si uno considera que leer Macbeth es una pérdida de tiempo, entonces es que para él leer Macbeth es, sin discusión posible, una pérdida de tiempo.

Los libros no solo nos ayudan despertándonos. También pueden ayudarnos a construir nuestra vida, al depositar en nuestro interior la fuerza necesaria para avanzar

Las personas a las que les gusta esta segunda clase de li­bro no son más inteligentes, tampoco más tontas, ni más virtuosas, ni más malvadas. El motivo por el que los leen es que se sienten concernidas por la ficción. Yo siento muy a menudo que la ficción me llama con fuerza; se trata de un tirón interno, estoy seguro de que a muchos de ustedes les pasará lo mismo. Las personas que comparten mi inclinación por los libros de ficción preferirán comprarlos y leerlos antes que los textos informativos. Preferirán la novelas, las obras de teatro y los poemas por encima de los horarios de trenes, la biografía de Gladstone o un buen libro de historia. Pero sé bien que muchos de ustedes no comparten estas preferencias, algunos han llegado a convencerse incluso de que los libros de ficción son una basura. No voy a entrar a discutir este asunto, de hecho se trata de juicios que no pueden debatirse. Quien piensa así no es más refinado o más basto que quien se siente tan atraído por la ficción como yo. Sencillamente, se trata de personas distintas con intereses diferentes. Aunque quizás sí se me ocurra una cosa que podría decirles, y es que, si sienten la tentación de darle una segunda (o tercera) oportunidad a esta especie de libro, les convendría modificar antes los criterios con los que los han juzgado hasta ahora. Lo que da valor a estos libros nunca es la verdad contrastable de las historias que cuentan. No olviden que Macbeth comienza con las palabras: «Entran tres brujas», y todos sabemos que las brujas no existen en el mundo real, aunque sí existieron en la mente de Shakespeare y siguen existiendo en Macbeth. En el momento que el lector acepta estos criterios está bien dispuesto para reencontrarse con la ficción, para volver a sentir su llamada.

Quiero hablarles ahora de la tercera clase de libros. He­mos aprendido que hay libros que enseñan hechos y libros que crean hechos. ¿De qué trata la tercera especie de libro? O, para ser más rigurosos con la pregunta: ¿cuál es la tercera razón para leer?

Nuestro tercer motivo para leer es que con frecuencia ne­cesitamos ayuda. El mundo actual se transforma progresi­vamente en un lugar difícil y peligroso, y nos beneficia toda la ayuda que podamos obtener para movernos en él. Cuando yo era joven la sociedad no eran tan filosa como la encuentro ahora. Las personas vivíamos con cierta seguridad. Sabíamos que el mundo no era perfecto, lo veíamos a diario, pero esperábamos una mejora gradual, y estábamos seguros de que no iba a empeorar.

Nos gustaba la civilización europea, sabíamos que su pro­greso sufriría altibajos, pero nos quedábamos satisfechos pensando que la civilización estaba ya en marcha y que nada podía aplastarla. Estaban las guerras, claro, pero nos con­vencimos de que esta clase de conflictos se volverían más y más residuales a medida que se propagase la educación. Mi generación se concentró más en su propia alma (por la que andábamos muy preocupados) que por la salud social. Deja­ mos los asuntos exteriores y la política en manos de expertos y nos concentramos en nuestros problemas privados.

Bueno, al menos es así como recuerdo que sentíamos y vivíamos los jóvenes de mi tiempo. El oyente puede sacar cuentas de qué manera tan distinta vivimos y nos sentimos hoy, con independencia de nuestra edad. Estamos asustados y se amontonan los motivos por los que podemos sentir un miedo justificado. El mundo no solo no es ahora más seguro, sino que se ha vuelto un sitio mucho más peligroso. Existe un riesgo real de que la civilización europea estalle, las cosas no van mucho mejor en Oriente, y la esperanza de que las guerras se «civilizasen» se han visto frustradas. Con el desarrollo de la aviación las cosas están peor que nunca, al bombardear las ciudades se asesina a más civiles que a soldados, sin distinción entre niños y adultos. Se trata de una situación realmente terrible, estoy seguro que el resto de locutores de esta emisora la discuten a diario y les aconsejarán desde diversos puntos de vista lo que es mejor hacer en cada eventualidad. Así que voy a regresar a mi tema, que son los libros, y reformularé mi pregunta: ¿pueden ayudarnos los libros? Porque es indudable que necesitamos tanta ayuda como podamos conseguir.

Cada lector es distinto y a cada uno le conviene una clase de escritor diferente. Pasa lo mismo que con el té

Todavía quiero precisar más la pregunta: ¿pueden ayu­darnos los libros a «nosotros mismos»? Añado a «nosotros mismos» porque es una manera elegante de descartar los li­bros que abordan los problemas políticos y la crisis econó­mica de manera directa. Estoy pensando en libros que nos recomiendan implantar el comunismo (como el libro que ha escrito John Strachey en su carrera hacia el poder), o libros que aseguran que Strachey está equivocado y que el camino correcto es el fascismo, o esos otros libros que nos alientan a renegar tanto del comunismo como del fascismo y nos piden que nos volvamos pacifistas, o libros que… Bueno, existen cientos de libros así, defendiendo toda clase de posicionamientos políticos. Algunos son útiles y es­tán bien escritos, pero todos quedan fuera de los intereses de mis locuciones, porque lo que estoy buscando son libros que nos ayuden a nosotros mismos, como individuos, a so­brellevar las responsabilidades asociadas a nuestros roles sociales, libros que nos enseñen a ser valientes, sensibles y amables. La sensibilidad y la valentía son las dos virtudes que más perseguimos hoy en día, lo pienso así porque la primera renueva el valor del mundo y la segunda nos enseña a no tener miedo. La época en que vivimos no nos permite cerrar los ojos. Si lo hiciéramos perderíamos el contacto con las cosas buenas que existen y no impediríamos que el sonido del terror siguiese llegando a nuestros oídos: enloqueceríamos. Lo que pretendemos es poder mirar a la vida tal y como es y al mismo tiempo abrazarla, y estoy seguro de que la especie de libros de la que voy a hablarles a continuación va a serles muy útil en este empeño.

Quizás algún oyente esté ahora mismo pensando: «Bueno, si está usted tan seguro de lo que dice, pásenos una lista e iremos a buscarlos a la biblioteca». Pues bien, aquí nos en­frentamos a un escollo un tanto extraño y muy lamentable. Les estoy hablando de libros que no tienen valor práctico. Nuestros antepasados estaban convencidos de lo contrario, creían en el valor formativo de los tratados morales, en los epigramas sobre el coraje y el valor… pero en mi modesta opinión son ellos los que estaban equivocados, dudo que ninguno de estos tratados tenga el menor valor práctico.

Nuestros antepasados también estaban convencidos de que podríamos aprender enseñanzas prácticas en los libros de ficción, que las historias que contienen podían contribuir a modelar nuestro carácter. Quizás hayan leído ustedes Los héroes, de Carlyle. Bueno, si lo han hecho sabrán que este libro constituye un gran ejemplo de lo que trato de ex­plicarles. Carlyle estaba convencido de que si leemos sobre las obras y el temperamento de hombres buenos y geniales intentaremos imitarles y mejoraremos como personas. Estoy dispuesto a conceder que cuando uno es muy joven se comporta de manera parecida, pero cuando uno madura y se estabilizan su temperamento y sus aficiones, se desentiende por completo de imitar estos modelos. No parece una buena estrategia preguntarse a uno mismo: «¿Qué harían Alejandro Magno o Shakespeare en 1937 si se encontrasen frente a este problema?». Ninguno de nosotros es Alejandro Magno ni Shakespeare, casi seguro que no somos tan geniales como ellos, y seguro que somos muy distintos, que nos enfrentemos a problemas completamente ajenos a los que tuvieron que abordar ellos, y que es preferible jugar nuestras propias bazas que pararnos a reflexionar sobre su temperamento.

Tampoco me parece una estrategia muy acertada confiar la educación moral a esos extractos de libros que debían memorizarse como preceptos morales. Nuestros antepasados estaban convenidos de que su moral se elevaría si repetían una y otra vez los mejores versos de según qué personajes o los párrafos más atinados del narrador. Sabemos perfectamente que este método no funciona. Supongamos que uno es una persona con un carácter de mil demonios, con una desagradable inclinación a la venganza, y que pretende curarse a sí mismo de estos excesos. Pues bien, dudo mucho que lo consiga memorizando el célebre discurso de Porcia en El mercader de Venecia: «La virtud de la misericordia no puede imponerse». Cuando la vida vuelva a ponerle a uno a prueba, cuando otra persona le ofenda y le llegue la oportunidad real de vengarte, se olvidará por completo de Porcia y de sus inmaculados pensamientos y se comportará como siempre; eso sí, puede que después recurra al parla­mento de Porcia para darse el placer de lamentarse con esti­lo. Lo mismo ocurrirá si uno es un cobarde confeso y siente que ha llegado el momento de incrementar su valentía: no le servirá de nada memorizar el discurso del valeroso Enrique V antes de la batalla de Agincourt. Cuando llegue el momento decisivo volverá a perder los nervios y correrá a esconderse. Mi recomendación es que lean ustedes los versos, los párrafos y los discursos por su propio bien. Que intenten extraerles toda la sustancia que Shakespeare les instiló. Es un despropósito leerlos con la esperanza de que nos mejoren como personas.

Mi experiencia es que los libros ayudan a las personas, pero que lo hacen de manera más sutil, indirecta. En primer lugar son útiles porque nos despiertan. A mí me despertó Erewhon, la fantástica novela de Samuel Butler. La leí a principios de siglo, y me hizo sentir y pensar en todas las direcciones, como si hubiese tocado algo vivo, y por su­ puesto que había tocado algo vivo: había tocado la mente de Samuel Butler. No estoy completamente seguro de que Erewhon pueda provocar el mismo efecto sobre los lectores de hoy. Lo dudo mucho, porque cada generación quiere que la despierten de una manera distinta. Quizás Huxley o Bernard Shaw estén haciendo por los chicos de hoy lo que Butler hizo por nosotros en su momento.

Recuerdo con especial emoción los capítulos en los que Butler afrontaba la conmutación de la enfermedad con el crimen. En el turbulento país que Butler imaginó te castigan si estás enfermo, mientras que si cometes un robo tus amigos se apiadan de ti y llaman a un médico para que intente curarte. Esta alteración me hizo reflexionar mucho. Se trata de una novela brillante y provocativa. Si usted no la ha leído le recomiendo que lo intente, así podrá comparar sus reacciones con las emociones que suscitó en mí. No le garantizo que su reacción se parezca a la mía, al fin y al cabo, somos personas diferentes, probablemente de distintas ge­neraciones y con necesidades distintas. Pero estoy seguro de que sigue mereciendo la pena internarse en ese mundo. Si decide hacerlo, no se pierda el capítulo de las máquinas, cuando los erewhonians deciden destruir todos los artilu­gios mecánicos –¡incluidos los relojes!– con el propósito de evitar, vía anticipación, que un día las máquinas los destruyan a ellos. ¡Este capítulo es mucho más inquietante hoy que cuando yo lo leí!

Los libros no solo nos ayudan despertándonos. También pueden ayudarnos a construir nuestra vida, al depositar en nuestro interior la fuerza necesaria para avanzar. Quizás esta última frase no está muy clara tal y como la he pronunciado. Lo que quiero decir con esta observación es que si uno sigue leyendo libros año tras año, los libros conseguirán que su mente se fortalezca igual que el ejercicio fortalece el cuerpo. Por el contrario: si lo que lee uno es basura, su mente se volverá flácida. Si en este momento usted se está pregun­tando qué escritor ha depositado más fuerza en mi interior, para ser honesto creo que debería ofrecer el nombre de un gran escritor, un poeta al que demasiado a menudo descui­damos: Matthew Arnold. Lo cito apenas como ejemplo, no lo estoy recomendando como un suministro seguro de fortale­za, cada lector es distinto y a cada uno le conviene una clase de escritor diferente. Pasa lo mismo que con el té: quizás Matthew Arnold no sea la clase de té que prefiera su paladar.

Me he visto obligado a generalizar un poco durante esta charla. Creo que los libros son útiles, pero no creo dema­siado en la conveniencia de elaborar listas de libros para desconocidos con propósitos prácticos. Prefiero darles el si­guiente consejo: lean libros que les ofrezcan datos precisos, de los que calificamos como la primera especie, del esti­lo de los horarios de tren. Lean también, si se sienten atraí­dos por ellos, libros imaginativos y creativos, como Macbeth. Si lo hacen estoy convencido de que las dos clases de libros se combinarán en sus mentes a medida que pasen los años para despertarles y fortalecerles. Para decirlo en plata y sin rodeos: estudien libros de historia, economía o ciencia por su propio bien… Disfruten de la literatura imaginativa por su propio bien… Con el tiempo descubrirán que la combinación del estudio y del placer les proporcionará un beneficio ético, les habrá mejorado como personas.

‘Algunos libros. Las charlas de E. M. Forster en la BBC’. Selección, traducción y prólogo de Gonzalo Torné. Epílogo de Zadie Smith. Alpha Decay, 2018. 312 páginas. 23,90 euros.

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