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libros

Amarás a los cazafantasmas

Mark Fisher analiza los miedos y nostalgias de cada época a través de los espectros de la literatura, el arte, el cine y la música

La actriz Rooney Mara, en la película 'A Ghost Story'.
La actriz Rooney Mara, en la película 'A Ghost Story'.

No hay sistema más productivo, autosuficiente y nómada que el lenguaje, y en la medida en que coincide con la imaginación puede ser un tentáculo para alcanzar otros dominios simbólicos, penetrar lo oscuro, donde todo vuelve a sugerirlo todo. Desde la cama, Marcel Proust aconsejaba a sus lectores frugalidad: “El verdadero viaje no consiste en encontrar nuevas tierras, sino en mirar con nuevos ojos”. La madriguera de Kafka era la del mejor arquitecto de ficciones del mundo, con permiso de Borges, y su Odradek, esa “risa sin pulmones de domicilio incierto”, la pesadilla de todo ilustrador de cuentos. Solo la hermenéutica marxista logró trasplantarlo a la sociedad poscapitalista en la forma de “fantasma de los bienes de consumo”. La originalidad de Emily Dickinson fue mucho más escandalosa. Las miniaturas líricas que escribió sin apenas salir de casa le sirvieron de “transporte” hacia la morada de “ese amigo que me enseñó la inmortalidad”.

Fue en la Bretaña gótica, y no en Tahití, donde Paul Gauguin halló su lado primitivista. Él mismo anotó en sus diarios que el matiz que buscaba en su pintura estaba “en el sonido monótono y resonante de unos zuecos de madera sobre los adoquines”. También René Magritte se recluyó en un piso de Bruselas, harto de París por culpa de —quién si no— Breton. Su vida, junto a su esposa, Georgette, se basaba en una rutina que defendía fanáticamente: un paseo matutino con su perro y, por la tarde, una partida de ajedrez en la Greenwich Tavern. Gracias a sus hábitos, fue capaz de imaginar un árbol resfriado o dos ataúdes tomando el té. En 1928, creó uno de los cuadros con los que inauguró su primer y más desconcertante episodio estilístico, La invención de la vida, donde se ve a una mujer en un paraje sombrío y a su lado alguien cubierto con una sábana gris. ¿Quién era aquel fantasma? La escena que pinta Magritte pudo haber surgido del recuerdo del suicidio de su madre, cuando él tenía solo 13 años, después de que la policía rescatara el cuerpo sin vida en un río, con la cabeza envuelta en su camisón blanco.

Lo espectral moderno emerge de la reproducción y repetición de las imágenes

El filme de David Lowery A Ghost Story (2017) es asimismo un emotivo relato sobre los fantasmas que siempre regresan. Cuenta la historia de un músico (Casey Affleck) que muere en un accidente de coche y regresa como espíritu a la casa donde vivía con su esposa (Rooney Mara) solo para descubrir que su estado espectral —una sábana con dos agujeros a la altura de los ojos— le limita de muchas formas. Durante una hora y media, asistimos a la imperial aflicción de la protagonista y hasta fantaseamos con el contenido del mensaje que esta oculta delicadamente en la ranura de una pared, la misma sutileza que emplea el modista Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) para esconder entre los dobladillos de un traje la clave dirigida a la madre muerta (Phantom Thread, 2017).

La escala del tiempo es un espectro perdido que retorna eternamente. Hace exactamente 200 años, el Frankenstein de Mary Shelley (esencial la cinta de Haifaa al Mansour estrenada este año) inauguraba el ciclo histórico de los replicantes. La clausura ya tiene fecha, noviembre de 2019, cuando el cazador de androides Rick Deckard (Blade Runner, 1982) regrese al futuro. Mientras, la era hauntológica ya ha desatado una depresión colectiva que se expande con la misma velocidad con la que se esfuma el espacio público tal y como lo hemos conocido hasta ahora.

El término hauntology (en español espectrología) —híbrido del vocablo inglés “to haunt” y “ontology”— aparece por primera vez en el influyente ensayo de Jacques Derrida Espectros de Marx (1993) como una nueva categoría filosófica del individuo que ve vacilar su vida al borde de un purgatorio virtual donde los fantasmas deben ser exorcizados no para ahuyentarlos, sino para otorgarles el derecho a la memoria y a ocupar el lugar del otro. El crítico musical Simon Reynolds lo aplica a las nuevas músicas que define por su reiteración, détournement o evocación del pasado. Y la experta en cine gótico Wendy Hastem habla de “efecto de la modernidad”, porque “lo espectral emerge de la reproducción y repetición de las imágenes”. En el arte contemporáneo, el fenómeno no es nuevo. Desde finales del siglo XX, los fantasmas se pasean por las obras de Rachel Whiteread, Robert Gober y Cornelia Parker. El cine de Kubrick, Tarkovski, Cronenberg y Lynch compite con la recuperación de la imagen granulada de Nolan. En el ámbito musical, la hauntología se asocia al dub (música electrónica) y sus raíces jamaicanas (la discográfica Ghost Box, Burial, Japan, Tricky, The Caretaker, Gavin ­Bryars) y al ruido del crepitar del vinilo (Joy Division, The Fall).

Hace dos siglos, el Frankenstein de Mary Shelley inauguró el ciclo histórico de los replicantes

De estas imágenes y ruiditos que erizan el vello, el crítico británico Mark Fisher (1968-2017) escribió abundantemente en la blogosfera bajo el alias k-punk. Sus textos se manifiestan de nuevo ahora compilados en dos volúmenes, Los fantasmas de mi vida (Caja Negra) y Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay). Más conocido por su ensayo Realismo capitalista (2009) —“un despiadado retrato de nuestra miseria ideológica”, Slavoj Zizek—, Fisher luchó hasta el final para exorcizar el fantasma que nunca pudo cazar y que finalmente lo atrapó a él: la depresión, “el mayor síntoma estructural del capitalismo”.

Nunca fue un pesimista, sino un prerrafaelita rezagado. En sus escritos, picó piedra entre las ruinas de una época donde “la cultura popular producía formas innovadoras y modos de vida alternativos” mientras invocaba a aquellos músicos de voces espectrales e intoxicantes, que ya entonces “estaban conectadas catatónicamente con nuestro presente, su futuro”.

Atrapados en los espacios domésticos abastecidos con falsos privilegios tecnológicos, los fantasmas tienen mucho que revelar sobre los límites de la nostalgia. Es el mismo clamor del célebre hijo (Hamlet), solo con su espectro: “El tiempo está fuera de quicio. ¡Jurad!”.

‘Los fantasmas de mi vida’. Mark Fisher. Traducción de Fernando Bruno. Caja Negra, 2018. 286 páginas. 19,50 euros.

‘Lo raro y lo espeluznante’. Mark Fisher. Traducción de Núria Molines. Alpha Decay, 2018. 168 páginas. 17,90 euros.

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