Tiempo de visualidades
Tal vez debido al poder de las imágenes, algunas novelas miran hacia la escena del arte y sus contradicciones
Cuando Carlos Fuentes se preguntaba hace 25 años sobre la muerte de la novela, estaba planteando una pregunta más que retórica: cómo debe ser la novela con relación a cada tiempo, cómo debe cuestionarlo y cuestionarse a través de él. Pasados los años, la pregunta resulta más oportuna si cabe, sobre todo en este momento en el que los relatos tienen las palabras contadas, las historias exigen un transcurso fragmentado y las imágenes son la nueva estrategia narrativa donde se trastocan las viejas fórmulas de contar el mundo. No quiere esto decir que Proust haya perdido su fuerza. Al contrario. Significa que las mejores novelas, las extraordinarias de cada tiempo, son parte de unas maneras de relatar que pertenecen a momentos muy concretos, sus propios momentos. Son los textos que interpelan cada nuevo presente y desde ahí se cuestionan a sí mismas como En busca del tiempo perdido. Esas novelas que tienen la capacidad de poner a los lectores en un emocionante aprieto: los enfrentan con cuestionamientos que acaban por ser los de la época que les toca vivir.
Tal vez debido al poder de las imágenes, algunas de esas novelas extraordinarias, aquellas capaces de hablar no del momento, sino desde el momento, vuelven la atención ahora hacia lugares ligados al arte, territorio por antonomasia de la visualidad. Aunque sería más preciso decir que vuelven la mirada hacia la escena del arte contemporáneo y sus contradicciones. Son visiones a menudo algo tendenciosas, resumen de una extraña prevención hacia un espacio que se presenta banal, plagado de personajes mezquinos e interesados que tratan de hacer creíble lo inverosímil —lo ejemplifica la película The Square y su curador pretencioso como el resto de banales que lo acompañan—. Claro que ese mundo no me parece más terrible que el mundo literario o del cine, si bien ha inspirado cierto nuevo “género” de textos con desigual calidad —El mapa y el territorio, El mundo deslumbrante, Kassel no invita a la lógica, Los estratos, La mucama de Omicumlé…—. Lo relevante es que toman como punto de partida temas ligados a las artes visuales y sus escenificaciones.
Quién sabe si esa pasión por la escena del arte contemporáneo no se podría relacionar con nuestra manera misma de acercarnos al mundo, epitomizada por Instagram
Quién sabe si esa pasión por la escena del arte contemporáneo no se podría relacionar con nuestra manera misma de acercarnos al mundo, epitomizada por Instagram, cada vez más visual, fragmentos de imágenes que se suceden, palabras contadas. Y es tal vez en este punto donde las novelas de Rita Indiana, novelas extraordinarias del XXI, se desmarcan del resto de las que se asoman a la escena del arte contemporáneo como telón de fondo, aunque en La mucama de Omicumlé ése sea uno de sus muchos y trepidantes telones de fondo. Tanto en este libro como en el más reciente Hecho en Saturno (ambos publicados por Periférica), Rita Indiana vuelve los ojos hacia una visualidad mucho más radical y más profunda que la mera escena del arte —pese a la pareja de marchantes/mecenas que se cuela, como otros personajes, entre las páginas de los diferentes libros, también cruces de historias que irrumpen en el microblogging sin previo aviso y en lugares inusitados: una especie de pop up—.
Lo que propone la escritora al lector, lo que exige de nosotros para entrar en su mundo visualmente complejo, de sensaciones potentes y escurridizas —remedo de Goya, que se instala en los ojos mientras leemos y al cual vuelve vertiginosa en La mucama y más templada en Hecho en Saturno—, es que aceptemos esa nueva fórmula de lectura que es pura visualidad no porque hable de arte, sino porque nos convierte en espectadores entre sus páginas, fotogramas, pincelas, planos secuencia. Así, como las de Rita Indiana, deben ser las novelas extraordinarias en tiempo de visualidades.
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