Viajes de verano
Más ensayos interpretativos que guías prácticas, más sugerencias que imposiciones. Una selección de libros para quienes deseen unas vacaciones tranquilas
1. Irse
Verano: “Sol seco / en la cabeza / como un inesperado / garrotazo, / sol de la sed / andando / por la arena”, como lo caracterizaba Neruda en una calurosa oda de 1954. Tiempo de irse, también, los que puedan. De abandonar la ciudad y sus cuitas babilónicas, de olvidarse por un rato del inquietante encuentro (¡lo que daría por haberlo escuchado oculto tras un biombo!) del presidente del Gobierno con el toparca supremacista con lazo amarillo (ni se imagina qué es un preso político) que viene a ver qué saca, amagando, arrogándose representaciones universales que no tiene, o no tantas. Olvidarse también de la pugna sin interés por el liderazgo de la derecha que algunos todólogos televisivos nos presentan como el combate de megatiburón contra el pulpo gigante, como en la horrenda película de Jack Perez (2009) en la que los dos monstruos surgidos del hielo luchan por la supremacía en el océano. Ese combate a la derecha tendrá víctimas icónicas: si la que se lleva el PP al agua es Santamaría, su victoria podría representarse, como hizo Donatello, como Judith mostrando la cabeza de Holofernes; si el que vence es Casado, el modelo sería el de Cellini, con Perseo exhibiendo la testa de Medusa. Lo importante, si uno puede permitírselo, es no estar aquí para verlo. Irse. Incluso a un atiborrado crucero por el Mediterráneo, aun con el riesgo —nunca se sabe— de tener como vecinos en los camarotes adyacentes a Pilar Rahola o Javier Arenas, qué pereza. Para los que deseen viajes más tranquilos, selecciono unos cuantos libros, más ensayos interpretativos que guías prácticas, más de sugerencias que de imposiciones acerca de lo-que-hay-que-ver-sin-falta. Benarés (Pre-Textos), de Jesús Aguado, es una reflexión casi elegiaca acerca de la ciudad —en realidad, un mundo— en el que se agotan las metáforas. Nueva York, el color de una gran ciudad (Abada), rescata los interesantísimos textos —casi arqueológicos, pero actuales como los frescos amatorios de Pompeya— que escribió Theodor Dreiser en los primeros años del siglo XX sobre la ciudad que más veces se ha reinventado a sí misma. Imágenes de Suecia (Nórdica) reúne vividas y nada tópicas impresiones de viaje por su país de Lars Gustafsson y su tercera esposa, Agneta Blomqvist: los textos, breves, se yuxtaponen sin que el lector sepa a cuál corresponde cada uno. Por último, rescato de mi mesa de noche el estupendo vademécum de Irlanda En busca de la isla esmeralda (Fórcola), de Antonio Rivero Taravillo, un documentado y apasionado diccionario (companion ineludible para quien desee vacacionar una temporada en la patria de grandísimos escritores: de Swift y Goldsmith a Yeats, O’Brian, Joyce, Beckett o Bainville) en el que se presta particular atención a los aspectos culturales e históricos.
2. Bolañeando
Otra opción siempre abierta son los viajes literarios. De todos a los que mi mitomanía literaria me ha lanzado, recuerdo como uno de los mejores el que emprendí con Teresa Bordón (TB) por Misisipi a lo largo de un tórrido agosto, con el propósito de empaparme de los escenarios de Faulkner (1897-1962). Tuvo lugar un par de años antes de que se celebrara el centenario de su nacimiento y les aseguro que en Oxford, el pueblo en el que vivió y está enterrado, pocos sabían entonces quién había sido y qué había escrito su residente más ilustre. Manuel de Lope, que había estado allí antes, me había hablado de mister Parks, el barbero, que había conocido (y cortado el pelo) al escritor, y que nos dio valiosas indicaciones sobre lugares y personajes faulknerianos. Un breve relato —más bien una serie de viñetas con color local— de aquel viaje lo acogió Javier Marías en su libro Si yo amaneciera otra vez, un homenaje al autor de El ruido y la furia que Alfaguara publicó fuera de colección en 1997. Pero para homenajear a los escritores favoritos no hace falta irse tan lejos: tenemos muchos al alcance de la mano. Al tiempo que me llega el importante número triple de verano que la revista Europe ha dedicado a Roberto Bolaño (a quien los franceses parecen haber adoptado con la misma intensidad que a Picasso o a Eugenia de Montijo), me entero por Livres Hebdo de que Blanes, la localidad de la Costa Brava en la que residió el escritor chileno, se ha convertido en un centro de peregrinaje para los “aficionados” al autor, que ahora disponen de una organizada route Bolaño por los lugares —puerto, playas, cámpines— que frecuentó o que mencionó en sus novelas. No creo que la afluencia sea tanta como la que consiguió la iglesia parisiense de Saint Sulpice en los años siguientes a la publicación de El código Da Vinci (Dan Brown, 2003), cuando los turistas acudían en masa para ver el gnomon o línea meridiana mencionado en la trama, pero en todo caso la propuesta turística bolañesca me ha resultado significativa. Precisamente estos días, mientras TB tenía la bondad de leerme (sigo un poco ciego, pero mejorando, o eso espero) algunos capítulos de La pista de hielo, una novela primeriza que tiene 20 años y sigue viva, he evocado el Blanes de Bolaño. Y sobre todo su campin, un escenario clave de su negra trama. Por cierto, los de Alfaguara —actuales editores del chileno— se han descuidado un poco a la hora de redactar la cuarta de cubierta: el chileno Remo (Morán) no es el vigilante del campin, sino su dueño, que da empleo como vigilante a su antiguo amigo mexicano Gaspar (Heredia); los dos, junto con el catalán Enric Rosquelles, forman el trío de voces narrativas de la novela. Si no la conocen, léanla (o, como yo, hágansela leer). De nada, a disfrutar.
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