Laure Prouvost: “Vivimos una nueva historia del arte”
La artista francesa propone una distopía sobre el calentamiento climático y el despertar feminista en una exposición en el Palais de Tokyo, su primera individual en París
Laure Prouvost (Lille, 1978) nunca ha leído a Lewis Carroll, lo que no impide que el escritor sea su principal referente a la hora de crear mundos paralelos. La artista francesa, que saltó a la fama al ganar contra pronóstico el Premio Turner en 2013, fundamenta su práctica en la exploración de esos universos escondidos al otro lado del espejo. Penetrar en ellos es descubrir un reflejo deformante de un mundo que conocemos al dedillo. En sus ficciones, Prouvost interpreta distintos papeles: hace de gato proclive a las conversaciones filosóficas, de huevo verborreico y adicto a los equívocos con el lenguaje y también de esa niña protagonista que, a través de una serie de epifanías modestas, logra descubrir cuál es la esencia de las cosas.
Su primera muestra individual en París, que tiene lugar en un templo público del arte contemporáneo como el Palais de Tokyo, sigue la metodología habitual. Tras introducirse en un túnel mágico, el visitante aterriza en un jardín abandonado, donde la naturaleza ha reconquistado el terreno que el hombre le quitó con malas artes. Es una flora fecunda, pero adulterada y llena de híbridos inquietantes: hay ramas de árboles que brotan ensambladas con tuberías oxidadas del interior de paredes de cemento, enredaderas que producen frutos con forma de zonas erógenas de la anatomía femenina o hasta una fuente de juventud eterna en la que el agua emana de nueve senos gigantes. En un rincón de esta selva mutante, un vídeo de 20 minutos relata el mito de la creación, pero en versión alternative facts: una ola de calor asfixiante habría provocado un poderoso movimiento por la emancipación de la mujer, de la que derivaría esta aparición de órganos sexuales por todo el ecosistema.
Con un surtido conjunto de esculturas e instalaciones, Prouvost parece mofarse de dos de los temas que más titulares ocupan hoy: el calentamiento global y el nuevo despertar feminista. “Me río y juego con ello, pero eso no quita que yo crea en esas causas. Vivimos un momento muy excitante, un punto de inicio para una nueva historia del arte, que será recordado dentro de cien años”, afirma. Su exposición no contiene únicamente un discurso crítico. Tampoco es una advertencia sobre los males que nos aguardan en el futuro. “Más bien es un informe sobre el presente llevado a cabo por alguien que no ha investigado lo suficiente. En este jardín hay denuncia y fascinación, glamour y distopía. Estoy retratando un mundo que se descompone, pero que lo hace con una energía exuberante”, suscribe.
Hay en el lenguaje visual de Prouvost una puesta al día de los códigos del surrealismo y el dadaísmo, como demuestra su sexualidad latente o su exploración de esos mundos imposibles con topografías muy familiares, casi como en un cuadro de Dalí o de Max Ernst. “De esos movimientos me interesa, sobre todo, el sentido del humor. A veces, el arte contemporáneo se toma excesivamente en serio”, señala. Prouvost ha llegado a inventarse una genealogía paralela, de la que habla totalmente en serio en las entrevistas, como si fuera una niña convencida de que sus amigos imaginarios existen de verdad. Su abuelo habría sido un artista conceptual del círculo de Schwitters y su abuela, británica hasta la médula, le transmitió su pasión por el té de las cinco. Pero habría sido uno de sus primos, “un chico algo discapacitado”, quien la incitó a convertirse en artista cuando era una niña solitaria en el inclemente norte francés. “Hay alguna cosa inventada, pero en general todo es cierto en esta historia”, jura Prouvost.
La artista ha sido escogida para representar a Francia en la próxima Bienal de Venecia. Adelanta que su proyecto abordará la cuestión de la nacionalidad, un tema propicio para un lugar como los Giardini, donde se erigen vetustos pabellones que representan a esos Estados-nación que hoy parecen, a la vez, en crisis y en pleno resurgimiento, según el lado al que se mire. “Esas fronteras siguen contando, pero cada persona lleva en su interior otras muy distintas”, asegura esta artista expatriada en Londres desde los 18 años, donde estudió en ese vivero llamado Goldsmiths. “En realidad, mi idea es que me dejen abrir un túnel que vaya del pabellón francés al británico”, advierte. Y, como es habitual, no queda claro si habla en serio o en broma. Será una de esas seis cosas imposibles, que diría Carroll, en las que uno cree antes del desayuno.
‘Ring, sing and drink for trespassing. Laure Prouvost’. Palais de Tokyo. París. Hasta el 9 de septiembre.
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