Bambino, la voz de la canalla
Miguel Vargas Jiménez (1940-1999) fue la gran figura masculina de la canción aflamencada
Hoy, el recuerdo de Bambino flota entre dos aguas. Es un genuino artista de culto, defendido por seguidores ardientes, incluyendo los responsables de una página muy activa. Al mismo tiempo, no ha sido beatificado: por ejemplo, nunca se ha editado una integral de sus grabaciones, no cuenta con el habitual biopic, no hay documentales cuidados.
Así que es posible que, si uno se pone a pescar en el océano de Internet, le salga un Bambino rapero o incluso —cambiando una letra— Bombino, un guitarrista tuareg. Nuestro Bambino, Miguel Vargas Jiménez, era una criatura procedente de la edad de oro de los tablaos y, aún peor, de los espectáculos teatrales de flamenco. Arte efímero, del que solo quedan las fotos, los nebulosos recuerdos de un cantaor trajeado, que manejaba su chaqueta como si fuera un capote.
Felizmente, grabó muchos discos. Discos hechos de aquella manera, fotografías sonoras de una juerga que se recreaba a horas imposibles, digamos que de mañana y en un estudio inhóspito. Lo hizo primero para Philips, con el grupo flamenco del guitarrista Antonio Arenas. Una sesión en plan aluvión, donde cayeron desde La luna y el toro a la canción italiana que le proporcionó su apodo, pasando también por José Alfredo Jiménez.
Tuvo mejor suerte en Discos Columbia, donde Alfonso Santisteban ejercía de productor en todo…menos a la hora de los créditos y las regalías. Santisteban era un hipster al modo castizo, más apasionado por la bossa nova que por el universo flamenco. Pero detectó que allí había un artista único, capaz de desgranar las historias más truculentas con una emotividad que, en un punto, daba paso a la catarsis.
Bambino conocía el potencial desgarrador de las rancheras, los boleros, las coplas, todo aquel material incandescente que transformaba en bulerías o en rumba flamenca. Pero aspiraba a contar con un repertorio propio. Necesitaba letristas que le hicieran trajes a medida, como José Ruiz Venegas, o Salvador Távora, que antes de fundar la Cuadra de Sevilla cultivó el flamenco.
Con Santisteban trenzando músicas, Bambino fue apoderándose de unas historias más que dramáticas, cuyo protagonista era esclavo de sus sentimientos. Rara vez había relaciones estables, amores correspondidos en ese cancionero. Tampoco en los temas que proporcionaron históricos como Rafael de León (Pregunto a mi corazón) o el Maestro Solano (Tres veces loco). La parte moderna era aportada por Manuel Alejandro (Se me va). Para rellenar, estaba el contingente mexicano, con Luis Demetrio (Bravo) o Armando Manzanero (Adoro).
Se grababa sin muchas ceremonias. Dos o tres guitarristas, alguna vez con Paco de Lucía como instrumentista principal, más frecuentemente con Paco Cepero. De fondo, una discreta percusión afrocubana. El repiqueteo de palmas, los jaleos. Tal vez un piano; muy infrecuentemente, arreglos orquestales.
Música de bajo coste, que se difundía esencialmente en casetes. Bambino fue un Lorca de gasolineras: nunca entró en las listas de éxitos, aunque sus canciones misteriosamente se hacían populares. Funcionaba en los márgenes del mundo del espectáculo, promocionado ocasionalmente con apariciones en TVE. Era ignorado por los medios y puede que así fuera mejor: su vida tendía hacía lo heterodoxo.
En los años sesenta y setenta, Bambino encajaba perfectamente en aquella farándula madrileña de salas de fiestas y ventas de madrugada. Una tropa compuesta por artistas, señoritos, aristócratas ansiosas y todo el detrito de la noche. Fiestas animadas con alcohol y, si sabías las claves, hasta se conseguía cocaína de alta graduación. Un mundillo donde todos sabían de qué cojeaba cada uno pero, sssh, no se decía en voz alta.
Bambino tenía atracción por el sector más canalla: chulos, chaperos, homosexuales reprimidos o vergonzantes. Dicen que se lanzaba a la piscina sin miedo. Podía desaparecer dos o tres días, sin que sus compinches se preocuparan. Reaparecía sin reloj y sin dinero, “alguien lo necesitaba más que yo”; ocasionalmente debía ocultar las señales de golpes. Santisteban, siempre tan peliculero, temió que terminara como Pier Paolo Pasolini, pero el hombre no era un suicida.
Sin saberlo, Bambino creo escuela. En 1976, fue el modelo artístico para María Jiménez (cuyo productor, Gonzalo García Pelayo, trabajaría con Miguel en 1986, en el elepé Soy lo prohibido). Cuentan que se enteró de los guiños que le lanzaba Pedro Almodóvar pero hubiera preferido salir él mismo en pantalla. Para entonces, ya estaba desapareciendo el circuito de locales donde actuaba; asumiendo el declive de sus poderes, se retiró en los años noventa a su Utrera natal, con la voz ya quebrada (la perdería finalmente con un tratamiento oncológico). Murió en 1999, antes de ser públicamente reivindicado por Joaquín Sabina en 19 días y 500 noches.
Una forma de cantar, una forma de vivir
Para Miguel Vargas Jiménez fueron muy reconfortantes los homenajes del gremio flamenco que recibió en sus años finales. Unas iniciativas que corregían el desprecio de tantos expertos en cante jondo que le menospreciaron como un simple artista festero. Qué error: no entendían la correspondencia entre su vida turbulenta y su arte purificador.
Igualmente, el Bambino crepuscular no quería ser visto como un muñeco roto. En Utrera había quién deploraba su existencia al límite y se alegraba de verle decrépito. En realidad, pudo sobrevivir sin apreturas y gozó del cariño de los suyos. Varios de sus parientes se han dedicado a la canción, como su sobrina Maui, que hoy, domingo, a las 21.00, se presenta en el Patio del Conde Duque (Madrid) como parte de Los veranos de la Villa el espectáculo Por Bambino. Sigue la fiesta. Con dirección de Diego Guerrero, también participarán Martirio, Miguel Campello, Raúl Rodríguez, Fernando Soto, Pedro el Granaino y el dúo sevillano Makarines.
Babelia
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