El Prado se pone (más) flamenco
La pinacoteca habilita ocho espacios en el edificio Villanueva para reordenar sus fondos de pintura de las Escuelas del Norte del siglo XVII
La nueva estrella del Prado es una vitrina curva de 40 metros a prueba de agresiones, terremotos y reflejos indeseados. Sirve para mostrar en unas condiciones ciertamente mejoradas el Tesoro del Delfín, conjunto de piezas de arte suntuario que heredó Felipe V de su padre Luis, Gran Delfín de Francia, personaje atropellado por la historia e hijo, a su vez, de Luis XIV.
El exquisito tesoro de 169 “vasos ricos” —copas, pomos, braserillos, tazas y otras virguerías talladas en cristal de roca y piedras duras— ingresó en en el Prado en 1839 y ahora se muda de un extremo a otro del edificio Villanueva, al espacio conocido como Toro Norte, por su forma de rotonda y por su ubicación en uno de los dos extremos del plano. La intervención de casi tres años, el doble de lo previsto inicialmente, ha costado unos 2,5 millones de euros.
Para acceder al Tesoro del Delfín se han habilitado dos ascensores, con las complicaciones que algo así tiene en un edificio considerado Bien de Interés Cultural. Los elevadores permiten también el acceso a las nuevas salas de pintura flamenca y holandesa del siglo XVII, ocho en total, que han supuesto un coste de 750.000 euros e implican una ampliación del 10% del número de los espacios expositivos del museo (de 80 a 88 salas). En tiempos albergaron arte francés del XVIII, aunque llevaban años destinadas a usos tan poco pictóricos como servir de vestuario a los trabajadores de la institución.
Rubens, Brueghel y Peeters
Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte, desgranó ayer los porqués de las piezas escogidas para las siete salas a su cargo. Se trata de una mezcla de obras que no estaban expuestas y otras que, sobre el fondo verde oscuro de las paredes, resultarán familiares a la hinchada del Prado. Están las mitologías que, a partir de Ovidio, pintó Rubens hacia el final de su vida para adornar el pabellón de caza de la Torre de la Parada, en el Pardo, por encargo de Felipe IV, la célebre pared abarrotada de pinturas de David Teniers, la “pincelada caligráfica” rayana en la manía de Jan Brueghel o los bodegones de la artista Clara Peeters, a la que el año pasado se hizo justicia con una exposición monográfica.
La octava sala, pintada de azul oscuro para señalar que el visitante entra en el terreno de las siete provincias del Norte, independientes de la Corona española desde 1579, es cosa de Teresa Posada, conservadora de la “pequeña, pero importante” colección de arte holandés de la pinacoteca. Ahí destaca por encima del resto el lienzo de Rembrandt Judit en el banquete de Holofernes, que ayer seguía como siempre, mirando hacia otro lado como si la cosa no fuese con ella.
Robos, guerras y cajas fuertes
“En la típica visita de dos horas al Prado no suele figurar el Tesoro del Delfín”, admite Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación e Investigación del museo. La nueva colocación de las piezas aspira a cambiar eso.
Heredado por Felipe V del Gran Delfín de Francia, hombre de gustos refinados, el conjunto, de gran valor en la época, reúne piezas sobre todo de los siglos XVI y XVII. El rey Borbón decidió que se colocara en el palacio de La Granja, donde estuvo almacenado durante décadas. Luego, Carlos III lo envió en 1776 al Real Gabinete de Historia Natural. En la Guerra de la Independencia las tropas napoleónicas lo sustrajeron para después devolverlo con importantes deterioros y piezas extraviadas.
No fue la única vicisitud por la que pasó el tesoro. En 1918, desaparecieron varios vasos en un “robo interno”, y durante la Guerra Civil fue evacuado a Suiza junto a las grandes obras maestras del Prado. Desde 1989 se exponía en una sala acorazada y recóndita en el sótano del edificio.
El nuevo destino de esas obras, 121 en total (unas 70 sin exponer hasta ayer), ha obligado a replantear las salas en las que estaban colocadas, algunas tan destacadas como la Galería Central, que ha visto desaparecer rubens tan emblemáticos como El nacimiento de la Vía Láctea o Saturno devorando a un hijo. El hueco dejado por el pintor flamenco se ha completado como en un rompecabezas, con otras de sus piezas procedentes de la sala 16B: El Jardín del amor, Atalanta y Meleagro cazando el jabalí de Calidón, Ninfas y Sátiros, Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros y Acto de devoción de Rodolfo de Habsburgo.
La palabra la tomaron los conservadores (Leticia Azcue por la parte del Tesoro del Delfín) y los gestores (el director, Miguel Falomir, que por la tarde se reunió por primera vez con el nuevo ministro de Cultura, José Guirao, y José Pedro Pérez-Llorca, presidente del patronato, que se marcó el siguiente horizonte: el Salón de Reinos). Aunque ayer fue también un día para el reconocimiento del trabajo en ocasiones incomprendido de los museógrafos. En este caso: Jesús Moreno y la empresa YPunto Ending. Para comprender exactamente a qué se dedican podría servir una visita a la nueva sala del tesoro, donde decisiones como la citada vitrina, el oscuro estucado de las paredes, la calculada penumbra, la iluminación sutil, el trabajo de recuperación de la cornisa original de Villanueva o los juegos de espejos para subrayar la riqueza de los objetos contribuyen a la mediación entre el conservador, preocupado por la museología y la preservación de la colección, y el espectador.
El lugar que ocupaba el Tesoro del Delfín servirá el año que viene para una exposición permanente sobre la historia del edificio, que fue concebido como museo de historia natural para convertirse en pinacoteca hará entonces dos siglos.
La doble remodelación añade otro capítulo al gran libro de las reordenación de las colecciones iniciada tras la ampliación de Rafael Moneo, que abrió sus puertas en 2007 y permitió disponer de mucho más espacio para la exposición. La obra ha contado con el apoyo de la Fundación Iberdrola, la Comunidad de Madrid y Samsung. La multinacional coreana aporta la tecnología que permite navegar en pantalla por las piezas del Tesoro del Delfín con un detalle e interacción que ni la mejor vitrina del mundo, por muy curva que sea, permitiría.
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