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El autor del blog habla con descaro de un templo que lo ha resistido todo y que ahora se muestra arrogante

Hablemos de mi libro

'Sangre, poesía y pasión', o un recorrido por los 200 años de historia del Teatro Real

Ahora que concluye la Feria del Libro, se me ocurre que es momento de hablar del mío, un ejercicio indecoroso de autobombo que se justifica acaso en la necesidad de convertirlo en best seller para encarar con mejor ánimo y presupuesto la declaración de Hacienda.

Reconozco que el título, Sangre, poesía y pasión, trasunto de los 200 años de historia del Teatro Real, tiene un aspecto sensacionalista y hasta tremendista, pero está justificado en los tres requisitos que Giuseppe Verdi consideraba imprescindibles en una ópera. Así lo expresa en una carta que forma parte del archivo del periodista francés Léon Escudier y que airea las inquietudes del compositor italiano respecto a la idoneidad de escribir un gran melodrama inspirándose en El zapatero y el rey, de Zorrilla. Se malogró el proyecto in extremis, pero estuvo cerca de cuajar. Y de hacerlo redundando en la afinidad de Verdi a la cultura española. No sólo desde un enfoque romántico, exótico o folclorista. También viviendo en Madrid y recorriendo Andalucía en busca de la fórmula sagrada: sangre, poesía y pasión. Fue la alquimia trinitaria del hito que supuso estrenar La forza del destino (1863) en el Teatro Real. Y de arraigar en aquellas funciones memorables la religión que ha perdurado en estos dos siglos, pues ha sido el culto verdiano la expresión unánime de la trayectoria del coliseo madrileño, la referencia totémica y oracular de una vida titubeante.

Titubeante quiere decir que el Real necesitó 32 años para nacer -los que transcurren de la decisión de levantarlo en 1818 hasta su inauguración en 1850- y que ha estado en distintas ocasiones muy cerca de morir. No ya por inconvenientes o contratiempos como los incendios, los polvorines y la precariedad de los terrenos donde fue erigido, sino por el abandono y por su propio gigantismo. Pudo haberse demolido en 1925 porque fue declarado en ruina, y Franco anduvo muy cerca de liquidarlo en 1964. Sobrevivió después como sala de conciertos, desprovisto de su función lírica natural. Y ha ido resistiendo tanto a la dejadez política como a la excesiva injerencia, aunque todas las conspiraciones que hayan podido urdirse contra su existencia han terminado en hacerlo invulnerable. El bicentenario le sorprende en su mejor salud económica y en su mejor independencia política. Cumple 200 años el Real desde la posición más insolente que probablemente ha tenido nunca. Y, desde luego, en la situación de mayor emancipación presupuestaria.

Porque fue casi siempre el Real un agujero negro en cuestiones económicas. Se percató de inmediato la propia reina Isabel II cuando financió su construcción y asumió incluso el sufragio de la primera temporada. A partir de entonces, pulularon los empresarios privados, voluntariosos, temerarios, oportunistas, filantrópicos. Y fue convirtiéndose el Real en un foco de la ópera europea donde ardía el Paraíso -sobrenombre del gallinero- y se consumían las vanidades.

No era tan bello como otros teatros del continente, pero desempeñó una posición de prestigio e influencia. De otro modo no hubiera acudido Giuseppe Verdi a estrenar su Forza ni lo habrían frecuentado personalmente Puccini, Saint-Saëns, Stravinsky, Mascagni, Richard Strauss, más allá de las batutas ilustres de todos los tiempos -Nikisch, Mengelberg, Karajan, Bernstein, Kleiber, Mravinsky- y de los cantantes más relevantes de la historia, incluidos Adelina Patti y Julián Gayarre.

Son ambos protagonistas de un capítulo del libro porque coincidieron en la noche más gloriosa que aún se recuerda en el éter del teatro -Lucia di Lammermoor (1880)- y porque mantuvieron con Madrid una relación intensísima. La gran diva del siglo XIX nació en la capital. El tenorísimo murió en ella, muy cerca del escenario, incapaz de terminar las funciones de “Los pescadores de perlas”.

El trauma, la tragedia, contribuyó a consolidar la leyenda negra del Real, tan exagerada, tanto, que este libro  que les pongo en venta, me los quitan de las manos, aspira a desmentirla por encima de las supersticiones y las desgracias. Es verdad que el Teatro Real cumple 200 años en circunstancias tan anómalas como el tiempo que tardó en levantarse, el cierre total que sobrevino entre 1925 y 1966, su restricción a sala de conciertos (1966-1988) y las eternas obras que atrasaron o disparataron su última inauguración (1997), pero se diría que la inestabilidad y las mutaciones han fortalecido su espíritu evolutivo. En sentido darwiniano o darwinista, el Teatro Real no ha sido el más grande, ni el más bello, pero sí el que mejor ha sabido adaptarse a un un hábitat tan hostil y selectivo.

El Teatro Real es un caso insólito de supervivencia. Ocupa un espacio desmedido en el Madrid de los Austrias. Tiene la forma siniestra de un ataúd. Y más parece una fortaleza de granito que un templo lírico, pero todas estas hipérboles y desmesuras han contribuido a la inercia de celebrar 200 años en una posición hegemónica. Se ha convertido en una marca de prestigio cultural. Y se ha integrado en el circuito de los grandes teatros europeos. Contribuyó a la causa la fama de Gerard Mortier, gran agitador de la dramaturgia continental de la edad contemporánea y director artístico del Real en unos años artísticamente convulsos. Ocupan el desenlace de un libro que pretende hacer memoria y que alude a sus misterios y sus mitos.

Julián Gayarre.
Julián Gayarre.

La desaparición de Meyerbeer en cuanto compositor de culto forma parte de aquéllos. El fenómeno de Wagner y el caso de Plácido Domingo forma parte de los segundos. Por eso ocupan, ambos, capítulos específicos de esta bicentenaria trama “sanguinolenta, poética y apasionada”.

El libro es un híbrido de géneros y de experiencias, ya les voy anunciando. Se recrea premeditadamente en los grandes artistas que lo habitaron. Y recurre a la solución de la fuga musical para rebuscar en cuestiones que trascienden al propio teatro. ¿Por qué nunca despegó la ópera española? ¿Existe una escudería nacional de inmensos cantantes o se trata de una aglomeración de individualidades? ¿Por qué el melómano wagneriano no se habla con el verdiano (y viceversa)? ¿Fue Karajan Apolo y Bernstein Dionisos?

No todas las interrogaciones quedan respondidas, ni tienen delante de ustedes un tratado académico. Entiendo que la lectura de este “manual” alcanza a proporcionar una visión general y hasta puede que exhaustiva de la historia del Real, pero es al mismo tiempo un viaje bastante arbitrario, subjetivo. Fue el requisito para escribirlo. Un libro de autor que ha sorprendido al propio autor, precisamente porque los presupuestos y capítulos con que lo concibió -lo concebí- cedían a la envergadura de nuevos hallazgos, saltos temporales, personajes inesperados y avatares inconcebibles en la superficie de cualquier proyecto.

El Teatro Real ha sido siempre el espejo de su tiempo y la caldera en ebullición de la sociedad, de la política. Experimentó las evoluciones tecnológicas -la luz eléctrica, por encima de todas- y las revoluciones sociales. Dentro de sus paredes se forzaron alzamientos y se consolidaron libertades. Estuvo permitido fumar y hasta se cantaron óperas de Wagner en español. Alojó en su salón de baile el Parlamento nacional. Llegaron a las manos los partidarios de Miguel Fleta y los de Hipólito Lázaro. Y se consumaron en sus palcos los adulterios borbónicos, no digamos cuando Alfonso XIII tuvo delante de sí a las étoiles de los Ballets Rusos.

Las intenciones y los presupuestos con que se empieza a escribir un libro difieren después de las conclusiones con que finaliza. Pensaba yo mismo en cuanto autor que el Real era un teatro frágil y hasta maldito, pero la tarea de estudiarlo y de vivirlo me ha conducido casi a la impresión contraria. El Teatro Real es el teatro de la resistencia. No en sentido político, sino en su impresionante capacidad de haber sobrepasado todas las emergencias y conspiraciones que se han reunido para amenazarlo. 

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