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Columna
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Le llamaban El Miserable

Walter Benjamin cayó bajo el Efecto Ibiza durante sus visitas a la isla

Diego A. Manrique
Walter Benjamin, de blanco, con el matrimonio Selz.
Walter Benjamin, de blanco, con el matrimonio Selz.

Buena idea la de la editorial Periférica: reedita Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, el libro de Vicente Valero que recoge aproximadamente todo lo que se sabe sobre las visitas del pensador berlinés a la isla, en 1932 y 1933.

Se iba entonces a Ibiza para sumergirse en una cultura mediterránea donde nada parecía haber cambiado en siglos, una propuesta atractiva tras los horrores tecnológicos de la Gran Guerra. La vida allí resultaba barata y atrajo a artistas, bohemios, fugitivos, espías, eruditos...

Durante su primera estancia (tres meses de 1932), Benjamin se encontró con una isla no preparada para el turismo. En San Antonio, donde se instaló, había dos fondas y la posibilidad de alojarse en habitaciones cedidas por aquellos foráneos que alquilaron las famosas casas ibicencas.

En aquella primera invasión turística de Ibiza también hubo droga

Cuando regresó, en 1933, ya funcionaban dos hoteles en el pueblo. Los precios habían subido y Benjamin, como todos los extranjeros, adquirió un apodo: era El Miserable. No se trataba de una valoración moral: suponía la constatación de su pobreza. Durante seis meses, los nativos vieron sus apuros para alargar el dinero y su afán por tomar notas en unas libretas diminutas.

Benjamin se acogía a la generosidad de compatriotas a los que quizás ni habría saludado en otras circunstancias. Le sirvió de secretario un tal Maximilian Verspohl, que le pasó escritos a máquina, guardó algunos de sus textos y hasta le ayudó económicamente. Ambos cedieron: Verspohl era un destacado miembro de las SS en Hamburgo; no podía ignorar que, como judío, Benjamin había huido de la Alemania de Hitler. En tierra ajena, ya saben, se hacen extrañas alianzas.

Lo que transmite Experiencia y pobreza es el cansancio de un polígrafo brillante que, con 40 años, no encontraba editor para sus libros y dependía de unas colaboraciones periodísticas que iban escaseando. Generalmente discreto, fue comentada su única borrachera pública, cuando –retado por una veraneante polaca– probó una ginebra letal, de 74 grados.

Ocurre que aquellos forasteros también trajeron nuevos hábitos sexuales. Los payeses eran tolerantes, aunque pudibundos

En aquella primera invasión turística de Ibiza también hubo drogas. Un amigo francés, Jean Selz, consumía hachís e incluso, en 1933, llevó opio; debieron recurrir al herrero local para que les fabricara los aparejos necesarios. Invitado por Selz, Benjamin quedó fascinado por los efectos de la brisa sobre las cortinas: "los visillos son intérpretes para el lenguaje del viento. A cada uno de sus soplos le dan la forma y la sensualidad de las figuras femeninas. Y le permiten al fumador que se enfrasca en su juego disfrutar de todas las delicias que podría ofrecerle una consumada bailarina."

Ocurre que aquellos forasteros también trajeron nuevos hábitos sexuales. Los payeses eran tolerantes, aunque pudibundos: insistían para que los recién llegados no practicaran el nudismo fuera de las casas. Pero el amor estaba en el aire y Benjamin escuchó su llamada. En 1932, conoció a Olga Parem, que se asustó cuando Walter sugirió casarse inmediatamente. Al año siguiente, fue el turno de la pintora holandesa Anna Maria Blaupot. Esta vez, Benjamin fue correspondido pero la relación se enfrió cuando dejaron la isla. Fueron víctimas, como ocurriría con muchos futuros turistas, del Efecto Ibiza.

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