El Coyote y el Correcaminos
Vladímir Áshkenazi dirigió un Rajmáninov incómodo y un Beethoven sin fantasía, ayer en Zaragoza
Rajmáninov consideraba su monumental Tercer concierto para piano “más confortable” que el popular Segundo. Una provocación que ha sido desmentida hasta en el cine. En la oscarizada Shine (1996), donde el realizador Scott Hicks cuenta la dramática historia de David Helfgott, un joven pianista cuya obsesión por este concierto derivó en una crisis nerviosa que arruinó su prometedora carrera. El compositor ruso escribió una obra con inmensas exigencias técnicas para su presentación en Estados Unidos, en 1909. Una parte solista con más de 55.000 notas que precisaba de un músico flexible y virtuoso. Un pianista capaz de cantar y tronar, e incluso también de narrar, acompañar y hasta de fundirse con una gran orquesta. Pero no al principio. La obra se inicia con una sorprendente sencillez: con una bella melodía de raigambre ortodoxa (seguramente inspirada en un canto que el compositor escuchó en el Monasterio de las Cuevas de Kiev, en 1893); la entona el solista en octavas acompañado por una orquesta “que nunca debería mermar ese canto”, afirma el propio Rajmáninov en una carta al musicólogo Joseph Yasser, en 1935. Y el director Vladímir Áshkenazi hizo justo lo contrario al frente de la Orquestra de Cadaqués, ayer en el Auditorio de Zaragoza.
ORQUESTRA DE CADAQUÉS. Denis Kozhukhin, piano. Vladímir Áshkenazi, dirección. Obras de Rajmáninov y Beethoven. XXIV Temporada de Grandes Conciertos de Primavera. Auditorio de Zaragoza, 10 de mayo.
El gran pianista y director islandés de origen ruso (Gorki –hoy Nizhni Novgorod–, 1937) arrancó la obra sin encomendarse a nadie. Hablamos de uno de los más insignes intérpretes de este concierto de Rajmáninov, aunque desde el teclado, donde lo ha grabado hasta en cuatro ocasiones con resultados casi legendarios. Pero subido en el podio el mundo se ve de otra manera. Y el joven pianista Denis Kozhukhin (también oriundo de Nizhni Novgorod, donde nació en 1986) tuvo que emplearse a fondo no sólo para mantener el tipo, sino también para hacer música. La interpretación recordó casi por momentos a un episodio de dibujos animados del Coyote y el Correcaminos. El director parecía diseñar todo tipo de trampas, pero el joven pianista siempre salía airoso con una técnica impresionante y su característico bip-bip. Quedó bien claro no sólo en la incomodidad con que discurrió la exposición del primer movimiento, sino también en el imponente clímax del desarrollo. Kozhukhin pudo, al fin, imponer su criterio al quedarse en solitario durante la descomunal cadenza, que tocó en su versión más larga y virtuosística.
Todo mejoró en el Intermezzo central. Áshkenazi encontró ahora en los cincuenta y dos integrantes de la Orquestra de Cadaqués el cantabile y el volumen sonoro ideales. Y Kozhukhin aportó magistralmente ese aire disruptivo desde su entrada. Pero la expectación se fue diluyendo poco a poco hasta la llegada de ese juguetón vals, un interesante guiño al movimiento lento del Concierto para piano nº 1, de Chaikovski, que sonó acartonado. En el Finale volvimos a otro episodio del Coyote y el Correcaminos, aunque ahora el pianista ruso encontró ese tono coruscante y camerístico que demanda la obra. Tras ese espectacular final, donde Rajmáninov rinde homenaje al concierto pianístico de Grieg, Kozhukhin se desquitó con dos propinas que fueron lo mejor de la noche. Para empezar, una impresionante versión de la Melodía de ‘Orfeo y Eurídice’, de Gluck-Sgambati, con un exquisito despliegue de fraseo y planos sonoros. Y, para terminar, el arreglo pianístico de The Man I Love, de George Gershwin, imaginado como un sabroso apéndice a lo que podría haber sido un ideal Rajmáninov.
Áshkenazi dirigía por vez primera a la Orquestra de Cadaqués en una pequeña gira que arrancó el pasado miércoles en Valencia y concluirá hoy viernes en Barcelona. Parece el comienzo de una colaboración estable, pues en octubre próximo volverá dirigir otra gira, esta vez internacional, con Kozhukhin tocando el Concierto nº 23, de Mozart, y la Quinta sinfonía, de Schubert. Pero para su primera colaboración con la orquesta, el maestro islandés optó por la Sinfonía Pastoral, de Beethoven, que ocupó ayer toda la segunda parte de su concierto en Zaragoza.
Fue una versión ideal para mostrar las virtudes del conjunto de Cadaqués, ahora con una plantilla apropiada para esta música, aunque también la falta de ideas de Áshkenazi con Beethoven en los atriles de una orquesta. No se trataba de pedir al maestro de origen ruso una versión cercana a las maneras historicistas actuales, como de dotar a la obra de la fantasía necesaria para hacer realidad lo que se propone: “una expresión de sentimientos más que una descripción”, tal como reza en la portada de su primera edición publicada por Breitkopf & Härtel en 1809. Los dos primeros movimientos discurrieron en una continua monotonía; Áshkenazi se concentró en una lectura plana de esa beatífica serenidad campestre que despliega Beethoven, pero sin encontrar nada de esa emoción sensual que le salvó la vida.
Destacaron especialmente los solistas de viento, como el flautista Álvaro Octavio Díaz y el clarinetista Joan Enric Luna, aunque las desdibujadas indicaciones del director los pusieron en algún aprieto, como sucedió en la coda del segundo movimiento; ese momento donde Beethoven convierte a la flauta en ruiseñor, al oboe en codorniz y al clarinete en cuco. Bien la reunión de campesinos, pero muy poco festiva. La tormenta fue el momento más intenso, con mucha presencia del legendario timbalero Tristan Fry, algo habitual también en las peores versiones de la obra. Y el himno final permitió regresar a la monotonía inicial, pero sin rastro de la elevación espiritual de quien dedica su agradecimiento a Dios; lo reconoció el propio Beethoven en los bocetos de la obra, donde anotó las palabras: gratias agimus tibi.
Babelia
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