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MÚSICA / JAZZ

Un mesías llamado Kamasi Washington

Su actualización de la estética del jazz espiritual de los setenta le ha convertido en la inesperada estrella que el género andaba buscando

Pablo Guimón
El músico Kamasi Washington en Los Ángeles.
El músico Kamasi Washington en Los Ángeles.

Es difícil comprender de qué habla Kamasi Washington cuando habla de música. Es algo que está en todas partes, que siempre ha estado ahí. Es lo material y lo espiritual. El individuo y el colectivo. Es un todo místico que el hombre trata de catalogar pero, ay, Kamasi sabe que lo hace en vano. Es lo que le ha dado la vida, lo que le ha librado del mal, lo que le ha convertido en lo que es: una especie extraña, una estrella del jazz. La voz de un movimiento político. Un mero transmisor.

“Veo la música como una expresión que circula a través de mí”, explica. “Trato de hacerla lo mejor que puedo, pero solo puedo hacer la música que se manifiesta por mí. Es como si te dan una bolsa de semillas. Las siembras, las riegas, cuidas de ellas lo mejor que puedes. Pero el árbol en que se convierten es el árbol en que estaban llamadas a convertirse”.

Su misticismo ha hecho que mucha gente quiera ver en Washington un nuevo Coltrane. Una figura llamada a sacar al jazz de las tinieblas y devolverle su misión espiritual. Washington toca en grandes auditorios, en festivales. Su público es inusualmente joven y multirracial. En sus conciertos se baila. Ha trascendido los confines del jazz pero también ha cautivado a los guardianes de sus esencias. El jazz celebra la osadía juvenil, pero exige respeto a los mayores.

Washington y los suyos –porque él es solo la cabeza más visible de una bullante escena- han polinizado la música popular. Su huella está en hitos del pop contemporáneo como el To pimp a butterfly, de Kendrick Lamar.

Han sacado al jazz de su confinamiento artístico, pero también de su letargo social y político. Han despertado al gran gigante durmiente de la cultura afroamericana. El Black Lives Matter, lo que se ha venido a llamar el segundo movimiento de derechos civiles, tiene una banda sonora. Beyoncé le canta en la Super Bowl. Le canta Lamar en las barricadas. Y The epic, debut discográfico de Washington, es quizá la expresión artística más ambiciosa del movimiento.

En The epic todo es superlativo. Un disco triple de 172 minutos con una banda de jazz de 10 miembros, una orquesta clásica de 32 y un coro de 20. Un artefacto en el que conviven Debussy y Malcolm X, que tardó cuatro años en completarse y dio el toque extravagante a las listas de los mejores discos de 2015. Le siguió en 2017 Harmony of difference, un epé más centrado e igualmente celebrado, y en junio regresa con el doble elepé Heaven and earth.

Su misticismo ha hecho que muchos quieran ver en él un nuevo Coltrane, una figura llamada a devolverle al género su misión espiritual

Si hubiera que colocar a Washington una etiqueta sería inevitablemente una etiqueta negra. Su música es un compendio de la historia de sonidos afroamericanos. Del góspel al doo-woop, del blues al funk, del soul al jazz.

Recibe a EL PAÍS en las oficinas de su sello en Londres. Es amable, habla suave, pausado, con una sonrisa contagiosa. Hay una declaración de intenciones en el pelo afro, el bastón de mando de Ghana y el colorido dashiki con los que adorna su imponente presencia física.

“Lo que denuncia Black Lives Matter lo he vivido yo toda mi vida”, explica. “Esa noción de que la importancia de la vida de alguien puede estar determinada por la complexión de su piel. Esa idea de que si eres un hombre negro grande, eres peligroso y te puedo matar. Mi música es una expresión de quién soy y lo que he pasado, así que parte viene de eso”.

Los Ángeles no se asocia con la gran tradición del jazz. Las estrellas locales, como Charles Mingus o Dexter Gordon, tenían que ir a la costa Este si querían triunfar. Otros no dieron el salto y se quedaron atrás. Es el caso del saxofonista y flautista Rickey Washington, padre de Kamasi, un miembro respetado de la escena local.

Kamasi, el segundo de sus tres hijos, recibió una pequeña batería como regalo en su tercer cumpleaños. “La música estaba por todos lados”, recuerda. “Iba a ver a mi padre tocar, iba a los ensayos… Sus amigos eran músicos, y los hijos de sus amigos eran pequeños músicos como yo”.

A los 11 años Kamasi sintió la llamada del jazz. “Un primo me dio una cinta de Art Blakey con el trompetista Lee Morgan y ahí tomé el jazz como mi propia música”, recuerda. Aquel hallazgo le abrió las puertas de la colección de vinilos de su padre. “Encontré todos esos discos de Art Blakey, pero también Coltrane, Charlie Parker, Joe Henderson, Sonny Rollins”, explica. “Fue como descubrir algo que había estado ahí todo el tiempo. A los 12 o 13 años, le dije a mi padre que quería tocar saxo y ser músico de jazz. Entonces me pidió que cantara un solo de Charlie Parker, para ver si había escuchando de verdad”.

Si lo podía cantar, le dijo su padre, lo podría tocar. El joven Kamasi escogió el solo de Blues for Alice. Lo clavó. Su padre le regaló un saxofón alto, el mismo que tocaba el Bird, y un consejo: vete a la Iglesia.

“La iglesia me proporcionó muy pronto una experiencia de tocar en vivo, y me dio otra perspectiva de la música”, asegura. “Comprendí que estaba gobernada por otra persona. Que la música no te sirve a ti sino que tú sirves a su espíritu”.

“Lo que denuncia Black Lives Matter lo he vivido toda mi vida. Esa noción de que la importancia de una vida puede estar determinada por su piel”

Aquel saxofón, que pronto cambio por uno tenor, alejó a Kamasi de un destino probable. Nacido en 1981, creció entre los barrios angelinos de South Central e Inglewood, donde vivían sus padres divorciados. Era territorio de bandas, del crack, de violencia policial. Los disparos y la sirenas competían con Coltrane en la banda sonora de su niñez. La estética de las bandas callejeras ejercía cierta atracción en el joven Kamasi, pero la temprana lectura de la autobiografía de Malcolm X le hizo comprender que había caminos más útiles que la autodestrucción.

“Si hacías algo, las bandas te dejaban en paz”, explica. “La música les gustaba, así que si andabas por ahí con un instrumento, te protegían. No solo eso: la música me dio una identidad. Había mucha presión externa para imponerte, desde muy pequeño, una imagen. Eres un gánster, eres un asesino. Si no tienes otra cosa a la que agarrarte es muy fácil sucumbir a eso. Pero no, yo era un músico”.

Pronto se cruzó en su camino Reggie Andrews, profesor que reclutaba chavales talentosos de diferentes escuelas y los ponía a tocar juntos por las tardes. Aquella Multi-School Jazz Band volvió a unir a Washington con sus amigos de la infancia, los hermanos Ronald Jr. y Stephen Bruner, y con otros jóvenes –el saxofonista alto Terrace Martin, el pianista Cameron Graves, el bajista Miles Mosley- con los que empezaría a dar forma a la escena de jazz underground de Los Ángeles.

La música de Washington es el producto de una educación formal elitista y de la escuela de la calle. Logró una beca para estudiar etnomusicología en la universidad de California, pero en su primer año entraría en otra escuela bien distinta: la del hip hop de masas. Le contrataron para ir de gira con Snoop Dogg.

De tocar rap extrajo lecciones valiosas: “No solo es lo que tocas, sino cómo lo tocas. Tenías que escuchar la música, oír su sentimiento, su vibe. Te hace pensar en el fraseo y lo convierte en una prioridad. Cómo vas a colocar algo en el ritmo. Tocar con Snoop me hizo muy sensible a eso. Y afectó a cómo escuchaba el jazz”.

El combo de estudiantes pronto se convirtió en el Get Down, colectivo creado alrededor de una jam session en una coctelería de Hollywood, donde daban rienda suelta a todo eso que llenaba su porosa cabeza de estudiantes. “Éramos los mismos de siempre, con alguno tocaba desde que me regalaron la batería a los tres años”, asegura. “Queríamos una jam de música original. Escribías tu música e ibas a tocarla. Todas las canciones se guardaban en un libro, que llamábamos el Get Down”.

En diciembre de 2011 decidieron entrar en el estudio a registrar todo aquello. “Quisimos documentar nuestro propio sonido”, explica. “Teníamos ese gran libro, así que decidimos reunirnos y grabar la música de unos y otros. El resultado fue 190 canciones o algo así. Eran sesiones de 10 de la mañana a dos de la madrugada, como una de esas fábricas de sudor pero de música. Ocho personas hicimos álbumes de esas sesiones. De ahí salió The epic”.

Hablan de Washington como el mayor acontecimiento en el jazz desde que Wynton Marsalis irrumpió en la escena neoyorquina a principios de los ochenta. Pero Washington no defiende un regreso a las esencias como Marsalis. Tampoco abandera una determinada fusión transgresora. Lo suyo es una porosidad natural. No es un purista ni un vanguardista. Es, recuerden, un mero transmisor.

“La música es una sola cosa”, insiste. “Hay géneros, palabras que la describen. Pero las palabras deben servir a la música, no al revés. No me interesan las consideraciones sobre si el jazz tiene que tener esto o esto otro. Si encuentras una palabra que la defina, bien; si no, también. Yo solo hago la música que siento”.

Kamasi Washington. ‘Heaven and Earth’. Young Turks. El saxofonista actúa mañana en Madrid (La Riviera) y el lunes en Barcelona (Razzmatazz).

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Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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