Rumpole, un abogado mordaz para reírse de las miserias ‘british’
La segunda entrega de las desventuras de este magistrado creado por John Mortimer hará las delicias de los amantes de los casos sencillos, el humor y la buena literatura


Los casos de este abogado no pasarían de meras anécdotas si no fuera por el humor que todo lo impregna. Y si no fuera porque ese humor es británico y de la mejor escuela, todo sería un poco absurdo. Pero resulta que estos felices hechos se dan y John Mortimer (Londres, 1923-2009) usa a un gran personaje para entretenernos y hablarnos de la sociedad británica de su tiempo en Los juicios de Rumpole (traducción de Sara Lekanda, Impedimenta).
Pero, ¿quién es este tipo? Ya lo conocimos en otro excelente volúmen, Los casos de Rumpole, con el que Impedimenta tuvo la feliz idea de presentarnos a este abogado que no quiere pasar de donde está: no quiere ser el jefe del bufete, no quiere ascender a juez aunque algunos políticos le vendan constantemente las virtudes de la vida de magistrado de provincias. Subyugado su esposa –Ella, la Que Ha de ser Obedecida– en una relación en la que el humor lo salva todo, de nuevo; trasegando a diario buenas cantidades del vino malo del pub Pommeroy, al que llama Gran Reserva de Fleet Street; usando su verborrea para ganar casos, para aprovecharse de los dobleces de la ley, Rumpole se lo pasa bien defendiendo a truhanes y asesinos, a un cura que no quiere ser defendido o a un fascista con vocación de mártir, en dos casos que suponen excelentes muestras del quehacer literario del autor.
La visión del mundo político y de la magistratura es desternillante y da miedo pensar que también certera. Mortimer fue un prestigioso abogado, adalid de la libertad de expresión, azote de Margaret Thatcher, un amante incansable de la justicia que siguió ejerciendo incluso cuando se quedó ciego. Fue nombrado sir a instancias del gobierno de Tony Blair, un político al que apoyó con fuerza antes de detestarlo con más pasión todavía. Creó el personaje de Rumpole para homenajear a su padre, otro maestro del sarcasmo. Fue un tremendo vividor que se cruzó en su camino con mujeres de la talla de Penélope Mortimer, que se convirtió en su esposa, y no se puede decir que dejase nada por hacer.
El interés por los personajes, por el micromundo judicial es tan elevado que Mortimer se olvida de contarnos en qué época estamos, aunque algo se intuye. Y eso me hace feliz. Tener entre manos un texto intemporal, como historia y como literatura, que apela a la inteligencia del lector, que lo entretiene y lo interpela sin rollos enciclopédicos ni acciones trepidantes es una bendición. Viva Rumpole, viva el sarcasmo británico.
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