Todos los mayos el mayo
El año 1968 no fue un año editorial como para echar cohetes
1. Cosecha
Visto con medio siglo de perspectiva, 1968, el año en que ETA comenzó a matar (sin planificar, al guardia civil José Antonio Pardines; con planificación, al comisario torturador Melitón Manzanas), no fue en España un año de gran cosecha literaria. Mientras el mundo —de París a Tokio, de Londres a San Francisco, de Praga a Pekín, de Tlatelolco a Roma— estallaba en un “momento de asombrosa modernidad” o, según Immanuel Wallerstein, tenía lugar “uno de los grandes acontecimientos formativos en la historia de nuestro sistema/mundo”, la literatura española de entonces se diría anclada en el pasado. En el teatro es donde el lastre de la censura y de las preferencias estéticas de la burguesía desarrollista se ven más claros: Alfonso Paso estrenó ocho o nueve comedias (¡Cómo está el servicio!, entre ellas), Calvo Sotelo y Pemán, una cada uno. En el apartado de ficción todavía estábamos lejos del impulso renovador de la “nueva narrativa”: entre las novedades de las librerías podían leerse los nombres de José María Guelbenzu (que se adelantaba con la notable novela El mercurio), García Pavón (con su Plinio), Aldecoa (con los relatos de Santa Olaja de acero), Ana María Matute (con los cuentos de Algunos muchachos), Sender (Las criaturas saturnianas) y de los inevitables Zunzunegui y Álvaro de Laiglesia; y escondido en las trastiendas podía encontrarse Campo de los almendros (en la edición mexicana de Joaquín Mortiz), con la que Max Aub cerraba El laberinto mágico. En el apartado de no-ficción se publicaron algunos ensayos que revelaban el malestar que (aquí también) se sentía en la Universidad: El problema universitario, de José Luis López Aranguren, y El problema de la universidad: reflexiones de urgencia, de Pedro Laín Entralgo. Castilla del Pino, el psiquiatra marxista de moda (el “del Régimen” era López Ibor), publicaba cuatro obras, entre ellas el folleto La alienación de la mujer, que se comentó bastante en los embrionarios círculos feministas. Pero fue en el terreno de la poesía donde se publicó lo mejor del año; de los supervivientes de la generación del 27 llegaba el brillantísimo Roma, peligro para caminantes, de Alberti; los crepusculares Poemas de la consumación, de Aleixandre, y Aire nuestro, la primera compilación de la obra poética de Guillén; de entre los de posguerra (incluidos los de la generación del 50) selecciono los poemarios de Celaya (Los espejos transparentes), Gloria Fuertes (Poeta de guardia), José Agustín Goytisolo (Algo sucede), Gil de Biedma (Poemas póstumos) y Valente (Breve son); y de los que Castellet convertiría en novísimos, La muerte en Beverly Hills, de Gimferrer, y dos debuts deslumbrantes: Félix de Azúa con Cepo para nutria y Leopoldo María Panero con la plaquette Por el camino de Swann. En general no fue un año editorial como para echar cohetes (excepto en poesía), pero parafraseando (y abaratando) a Wittgenstein podríamos decir que en España “todo es como es y sucede como sucede”.
2. Diagnósticos
En su autobiografía Años interesantes (Crítica, 2003), Eric Hobsbawm refleja el desconcierto de la vieja izquierda durante “aquellos frenéticos meses” de 1968: “El talante de la juventud politizada era claramente revolucionario, pero incomprensible para los viejos izquierdistas de mi generación”. En París, los maoístas (y, en menor medida, los trotskistas) llevaron la voz cantante en las barricadas y ocupaciones universitarias. Pero el más influyente diagnóstico acerca de los males de la sociedad contra la que luchaban vino precisamente de los enragés (enfurecidos) y situacionistas, minoritarios, insolentes y un punto desdeñosos a colaborar con los maos, cuyo talante autoritario y su tendencia a pontificar acerca de la “línea correcta” denunciaban con sorna. Los libros de Debord (La sociedad del espectáculo) y de Vaneigem (Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones), ambos publicados en 1967, son todavía imprescindibles para comprender el sentido profundo de la protesta en todos los mayos de 1968. Aquellos libros vehementes sobre la “sociedad del espectáculo” propiciada por el capitalismo avanzado o, en su variante cutre y estalinista, por el socialismo realmente existente fueron muy poco leídos en su momento (nada que ver con el Pequeño Libro Rojo de Mao, del que, entre 1964 y 1969, se publicaron entre 800 y 900 millones de copias en 64 lenguas), pero su diagnóstico y su influencia se han prolongado hasta nuestros días y pueden rastrearse, por ejemplo, en los textos revolucionarios del grupo que animó la revista Tiqqun o del llamado Comité Invisible, como La insurrección que viene (Melusina, 2009). En cuanto a los textos de los entonces muy activos maoístas franceses, poco hay que aún se sostenga, salvo las memorias posteriores de algunos de ellos, como L’établi (1978), de Robert Linhart, o el impresionante testimonio de su hija, Virginie Linhart, Le jour où mon père s’est tu (2008). La película de Godard La chinoise (1967) sigue proponiendo la más atractiva, irónica y brechtiana aproximación a los jóvenes burgueses prochinos de entonces, a quienes, por cierto, no gustó nada la cinta.
3. Joyas
La conmemoración global del cincuentenario es la prueba irrebatible de que aquellos jóvenes revolucionarios perdieron la batalla política y ganaron la cultural. Ahora, al parecer, Mayo del 68 es de todos, como el ejemplo más acabado de que la “sociedad del espectáculo” todo lo hace suyo. Como le dijo, para tranquilizarlo, al príncipe de Salina su sobrino garibaldino,“se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi”. Y eso es, más o menos, lo que pasó, queridas/os. Ahora hasta la muy exclusiva joyería Grassy saca una colección conmemorativa de pequeñas y vistosas joyitas esmaltadas —sortijas, pendientes, colgantes, pins, gemelos— con diseño de Patricia Reznak basado en motivos icónicos extraídos de fotos del Mayo Francés. Para que se regalen los hijos (o nietos) pudientes de los enragés de entonces. Mayear para ver.
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