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Otra ventana abierta a la democracia

Praga y París no simpatizaban a pesar de que ambas ciudades buscaran cambios políticos

Monika Zgustova
Ciudadanos checoslovacos se enfrentan a los tanques de la URSS, en Praga, el 24 de agosto de 1968.
Ciudadanos checoslovacos se enfrentan a los tanques de la URSS, en Praga, el 24 de agosto de 1968. SIPA PRESS

En muchas revoluciones, en el principio estuvo la cultura. En 1963 se celebró cerca de Praga un simposio sobre Kafka que llevaba décadas prohibido por la censura. Tras esta primera flor, la sociedad checa adquiriría rápidamente nuevas libertades mientras se desembarazaba del estalinismo impuesto en los años cincuenta por la Unión Soviética. Se iba recuperando cada vez más autonomía política y cultural.

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Recuerdo que mis padres frecuentaban teatros donde se escenificaban obras del gran descubrimiento del momento, el dramaturgo Václav Havel, e iban al cine para ver las innovadoras películas de Milos Forman y Jiri Menzel. Este último se inspiraba en otro fenómeno de la década, el escritor Bohumil Hrabal, que sacaba un libro tras otro del cajón de su escritorio donde durante más de una década habían aguardado auténticos prodigios de su literatura, hasta entonces prohibidos por la censura. Otro milagro nacido de una época llena de esperanza fue la novela La broma, de Milan Kundera. Y yo, una niña, en casa asistía a debates acalorados entre mis padres y sus amigos acerca de aquella cultura nueva y el futuro del país y a firmas de peticiones por cambiar leyes que significaban mayor apertura.

Con la censura abolida llegaban noticias de París donde desde sus barricadas, jóvenes blandiendo banderas rojas y proclamas maoístas pedían un giro radical a la izquierda. Praga mientras tanto quemaba las banderas rojas y reclamaba un giro que la alejara de la izquierda totalitaria, aunque sin prescindir del socialismo. A pesar de que ambas ciudades buscaran más democracia, Praga y París no simpatizaban: los pragueses dieron la espalda a los parisienses, que, a su vez, hicieron un corte de manga a los pragueses.

El 21 de agosto del mismo año, de madrugada, a mi hermano y a mí nos despertó un ruido intenso. Corrimos hacia la ventana abierta y lo que descubrimos en la calle era una pesadilla. Por nuestra avenida, Francouzská, bajaban con enorme estrépito tanques soviéticos.

Un milagro nacido de una época llena de esperanza fue la novela La broma, de Milan Kundera

Después de la ocupación de Checoslovaquia por los Ejércitos del Pacto de Varsovia, Havel mantuvo una polémica con Kundera, muy seguida por la población. Kundera afirmaba que el heroísmo del pueblo checo durante la Primavera de Praga sería para siempre un modelo para las naciones que quieren rebelarse. Havel lo negaba y subrayaba que los checos no supieron llevar a cabo sus reformas de la Primavera de Praga, que debían de haber previsto la reac­ción violenta de un Estado poderoso y agresivo como el soviético. Mi madre, más romántica, estaba con Kundera; mi pragmático padre, con Havel.

Mis padres esperaron unos años para ver si la situación mejoraba pero finalmente se marcharon: no querían que sus hijos vivieran en un país devastado por los ocupantes. Formaron parte del éxodo de centenares de miles de checos que lo abandonaron. Bajo la batuta soviética Checoslovaquia fue obligada a regresar al totalitarismo neostalinista hasta que en 1989 los sueños de la Primavera de Praga se cumplieron. Otra vez gracias a la cultura —la literatura clandestina, la reflexión disidente— la revolución de terciopelo conquistó la democracia.

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