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Columna
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Uno de los últimos

Estar delante del pianista Cecil Taylor era estar viendo y escuchando a todos los maestros muertos a los que él había conocido

Antonio Muñoz Molina
Cecil Taylor, durante una actuación en Ámsterdam en 1988.
Cecil Taylor, durante una actuación en Ámsterdam en 1988. redferns frans schellekens

Un mundo se acaba cuando desaparecen sus últimos testigos. La muerte hace unos días de Cecil Taylor estremece más porque con él se va ya casi del todo un mundo irrepetible de la música del siglo XX, y no solo del jazz. Hay artes fulgurantes que alcanzan su periodo de clasicismo y hasta de ruptura y vanguardia en muy poco tiempo. El cine nació como un entretenimiento de feria a finales de un siglo y apenas 30 años después ya había producido obras maestras. Las primeras películas se conservaron a pesar de la precariedad de su soporte inflamable y de los compuestos químicos del revelado. El primer disco de jazz se grabó en 1917: en su prehistoria, como en la del flamenco, hay una gran oscuridad, porque las músicas populares que no transcribía nadie no podían preservarse antes de la invención del gramófono. En Nueva Orleans no hubo un Béla Bartók que se ocupara de grabar a los músicos callejeros que acompañaban a los entierros, o que llevara su pesado equipaje por las tabernas y los salones de baile, convencido de que aquella música a la que nadie prestaba mucha atención merecía tanto estudio como los cantos populares campesinos de Europa central. Antes de los primeros discos de pizarra y de los rollos perforados para pianos mecánicos que sirvieron para la difusión del ragtime, todo lo que hay es la memoria brumosa y también heroica del cornetista Buddy Bolden, que fue un barbero pobre dotado de una potencia y de una musicalidad incomparables, según contaban quienes lo conocieron, y que murió joven y desconocido, dejando una herencia no escrita pero de la que acabó aprendiendo Louis Armstrong.

El tiempo se acelera en el progreso del jazz tanto como en el del cine. Hacia mediados de los años veinte Louis Armstrong, tan joven como el siglo, ha inventado el lenguaje moderno del músico que improvisa sus solos apoyándose en la base armónica y rítmica del conjunto. En 1956, cuando Cecil Taylor graba su primer disco, Armstrong es una vaca sagrada, un monumento anacrónico de un pasado que para los músicos jóvenes es tan rancio y tan lejano como un pintor académico de dos siglos atrás para un artista pop. Un rasgo singular del jazz que explica la inmensa pujanza que tuvo entre los años cincuenta y los sesenta es que en esa época estaban activos simultáneamente sus pioneros, sus clasicistas y sus vanguardistas, los viejos fundadores y los visionarios radicales: como si hubieran sido aproximadamente coetáneos Giotto, Velázquez, Goya, Manet, Picasso, Mark Rothko; como si Joyce hubiera conocido de joven a Cervantes y leído Don Quijote cuando todavía era una novedad; o como si entre la publicación de las Novelas ejemplares y la de Ulysses hubieran pasado los mismos 30 veloces años que entre los discos más originales de Armstrong con sus Hot Five y sus Hot Seven y el Conquistador! de Cecil Taylor, que apareció en 1967.

Lo vi cuando estaba a punto de cumplir 80 años y desplegaba una vitalidad enfebrecida, rachas límpidas de melodía y borbotones rítmicos

Quizás la tecnología, al acelerar el tiempo, acelera también la mutación de las artes que se sirven en ella. Manet recibió la influencia de los cuadros de Velázquez dos siglos después de que fueran pintados. La literatura empezó a difundirse masivamente no con la invención de la imprenta, sino con las tecnologías que abarataron la impresión de los textos y la volvieron accesible a un público multiplicado por el progreso de la instrucción pública. La radio y el gramófono dilataron universalmente la influencia del jazz. En los años cuarenta los juke-boxes, lo que aquí llamábamos antes las máquinas de discos, permitían que cualquier aficionado muy joven se aprendiera de memoria un solo de Charlie Parker gastando solo unos céntimos. En París o en Buenos Aires o en Madrid melómanos codiciosos rebuscaban por las tiendas de música discos arcaicos de 78 revoluciones por minuto.

Los músicos que inventaron en los años veinte y treinta el primer clasicismo del jazz solían ser autodidactas. Duke Ellington aseguraba que las pocas nociones formales de armonía que había estudiado se las dio su profesor en un taxi, yendo de un lado a otro de Manhattan. La generación de Cecil Taylor, que es también la de John Coltrane, Eric Dolphy, Charles Mingus, Ornette Coleman, alcanzó con más frecuencia una formación de conservatorio. Eso les permitió una familiaridad mucho más profunda con la música de tradición europea, si bien no les facilitó posibilidades de trabajo en orquestas sinfónicas, inaccesibles para músicos negros.

Tenían una formación musical rigurosa, pero no salidas profesionales fuera del jazz. Tenían un conocimiento y un arraigo profundo en la música popular afroamericana, desde el blues a los cantos de iglesia y celebración comunitaria, y en la elocuencia de los recitados y las predicaciones bíblicas. Y llegaban a la plenitud de sus vidas en la época de las grandes sublevaciones por los derechos civiles, de la rabia ya nunca más contenida contra la segregación, la pobreza, la injusticia. Se rebelaban por igual contra la figura del músico como showman exótico a la manera de Armstrong —y en eso fueron injustos con él— y contra las limitaciones que el formato de las canciones de Broadway —los 32 compases, la exposición, el estribillo— imponían al desarrollo de la música. Ni siquiera el bebop, con todo su radicalismo, se había escapado de esa horma.

Cecil Taylor estuvo en el corazón de esa gran ruptura. Admiraba a Bartók, a Stravinski, a Ligeti; también a Thelonious Monk y a Carmen Amaya. Recibió durante una época el mismo oprobio que Ornette Coleman, pero poseía una fortaleza interior que se convertía en ensimismamiento y jactancia en sus actitudes públicas. Había algo de chamanismo en su presencia sobre un escenario, en las trenzas que se agitaban alrededor de su cara sudorosa cuando tocaba el piano como si estuviera bailando y como si tocara un tambor, en aquellos pijamas o indumentarias desordenadas de deporte con los que aparecía. Yo lo vi cuando estaba a punto de cumplir 80 años y desplegaba una vitalidad enfebrecida, rachas límpidas de melodía y borbotones rítmicos, monólogos murmurados en verso, escritos a mano, en hojas arrancadas de cuaderno. Estar delante de él era estar viendo y escuchando a todos los maestros muertos a los que él había conocido, participar tardíamente en la trepidación de novedad que él y otros como él habían desatado cuando eran jóvenes. Ornette Coleman murió en 2015. Un mundo se acaba con esta muerte de Cecil Taylor. Los orígenes del jazz están oscurecidos por la falta de discos. En esta postrimería, los discos son lo que nos queda.

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