Fred Vargas sigue siendo inigualable
El nuevo libro de la autora francesa muestra una vez más que es un caso poco frecuente en el género negro
En un mundo literario en el que cada día salen novelas más “trepidantes” y “sorprendentes” y en la que cada mes nos encontramos con un nuevo valor que va a cambiar el panorama negrocriminal, volver a Fred Vargas es un lujo. En Cuando sale la reclusa (Siruela, traducción de Anne- Hélène Suárez) me encuentro con todo lo que me gusta del género: un argumento llevado con solidez y sin artificios, un personaje central poderoso y original, grandes secundarios, inteligencia y respeto por el lector y diálogos brillantes.
La llega de Frédérique Audoin-Rouzeau (París, 1957), alias Fred Vargas, a la literatura desde la arqueozoología fue una suerte para todos, aunque contado por ella parece casi un accidente. En una entrevista, y no da muchas, en 2005 aseguraba a este diario: "No sé por qué empecé a leer de pequeña novelas policiacas, cuando nadie las leía en casa. No he dejado de leerlas desde entonces. En cuanto a decidir escribirlas, es bastante sencillo: era arqueóloga, tenía 28 años y conocía mi oficio. Pero, a pesar del mito, es una ocupación bastante científica, bastante austera. De vez en cuando sentía la necesidad de ir a jugar a otra parte. Entonces, una noche, después de trabajar en una excavación, decidí escribir una novela policiaca. Para divertirme. Al día siguiente compré un cuaderno y un bolígrafo, y así empezó".
Al inicio de la novela tenemos al bueno de Jean- Baptiste Adamsberg a su aire en Islandia con un hijo que ha descubierto hace poco y con el móvil hundido en un montón de mierda de oveja. De allí le saca una llamada para volver a París a un asunto que necesita de su inteligencia. Se trata de un homicidio solucionado rápidamente y solo sirve como puesta en escena de un caso mucho más imbricado que Vargas lleva de maravilla y del que va enseñando poco a poco el andamiaje mientras nos lleva por las vicisitudes nada banales y a veces muy divertidas de Adamsberg y su brigada.
Al principio es verdad que no se sabe muy bien de qué va eso de la reclusa y las arañas pero el lector entra en materia a la vez que el comisario y en la página 200, con todo el lío puesto encima de la mesa, puedes sonreír y celebrar que quedan otras 200 páginas.
Hay momentos de humor de nivel, de ironía delicada, escenas de gran ternura, que no de sensiblería, como esa en la que Adamsberg moviliza a toda la brigada para socorrer y salvar a cinco crías de mirlo que han nacido en el patio de la comisaría. Me encanta el grupo humano del que Vargas rodea a su héroe, pero siento especial debilidad por él. Me gusta que su pensamiento funcione mejor cuando tiene alguien enfrente, que sea un despistado con dos relojes que no funcionan, que use su inteligencia tanto como su intuición, que sea tan buen tipo. “Lo juzgaban a menudo, soñador y utópico obstinado (...) sin entender, sencillamente, que el comisario veía entre brumas”, dice el narrador.
Además, Vargas juega con los prejuicios del lector, con su pensamiento y sus inquietudes. A medida que van apareciendo distintos sospechosos y conocemos la catadura moral del infame grupo de víctimas, uno tiene que luchar contra la tentación de justificar al asesino y pensar que, sea quien sea finalmente, nos está haciendo un favor al quitar de en medio a estos tipos.
El final está, como todo en las novelas de Vargas, muy bien llevado pero en el fondo es lo de menos porque todo lo bueno nos lo hemos disfrutado ya. Dice Gullermo Altares en su crítica para Babelia que "Cuando sale la reclusa, que podría ser calificada sin exagerar como obra maestra de la literatura negra (la versión de su traductora habitual, Anne-Hélène Suárez, es además impecable)". Y asegura Fernando Savater que tiene a Fred Vargas como “una de las mejores novelistas francesas del momento en cualquier categoría y género". Amén. Vive le noir.
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