El arte de Manuel Veiga
Todavía estoy emocionado por 'Siempre a la verita tuya'
Todavía estoy emocionado por Siempre a la verita tuya, que el próximo domingo se despide en La Seca barcelonesa, pero aún le queda mucho corazón y mucha vida por delante. Si Manuel Veiga, su autor, no es gitano, merecería serlo, dije una vez. “Mi bisabuelo materno lo era”, me contestó. “Le llamaban el Tío Pichín y fue tratante de ganado. Durante la guerra, tres de sus hijos, entre ellos mi yayo, fueron fusilados el mismo día. No me he criado con los calós ni en su cultura, pero de adolescente, mientras mis amigos escuchaban a Led Zeppelin o Deep Purple, yo ya era devoto de rumbas y coplas, de Gato, del Pescadilla y de Bambino, y me veían raro porque iba a ver a Lola al Parque de Atracciones de Montjuïc”.
Veiga, actor y dramaturgo, comenzó luego a indagar en el mundo gitano y escribió Jar (Carmen Amaya in memoriam), que se repuso hará un par de años en la sala Akademia. Así comenzaba la trilogía Protagonistas ausentes, que siguió con Els altres Candels, un texto bilingüe sobre el autor de Donde la ciudad cambia su nombre, un viaje por la Barcelona obrera de los años cincuenta y sesenta, entrelazando la historia de un niño barraquista que quiere ser escritor, con fragmentos de obras del propio Candel.
Y este año ha llegado su personalísimo homenaje a la Faraona, un monólogo en el que encarna al no menos singular Curro, un palmero alcohólico, atormentado por no haber sabido comprender a su hijo, un transformista poseído por el espíritu de Lola Flores y asesinado a golpes por una pandilla de fascistas en el Madrid de mediados de los setenta. Como Veiga huye siempre de los caminos previsibles, el palmero Curro se expresa con un lirismo jondo, que combina perfumes lorquianos con acentos de Rafael de León, y que dirige a una mosca de alas azuladas en la que quiere ver el alma del hijo muerto: una idea loca, valiente, que al principio provoca la sonrisa y luego te mete el corazón en un puño gracias a una interpretación que hace pensar en el poderío de El Brujo, y culmina en un crescendo final, con todo el dolor en los ojos, de gran voltaje. Veiga está solo en el escenario, pero sus evocaciones se multiplican: desfilan nombres, pinceladas y recuerdos de Camarón y La Paquera, de Peret, de Chocolate, de Faíco… y hasta se atreve, con un arte seco y contenido, a cantarle a su hijo Pena, penita, pena. Un múltiple homenaje: a la Niña de Fuego, a los travestis que querían ser su sombra, a la Gràcia gitana donde nació el Pesca, y al esplendor caló.
Siempre a la verita tuya ha sido todo un éxito en La Seca, pero ha de girar por España. Y recalar, sobre todo, en Madrid: el Madrid de Lola, de Caripén, de Villa Rosa y Torres Bermejas; el Madrid de Zambra, de El Duende, del Corral de la Morería, de las noches de Pavillon, y de los triunfos en el teatro Monumental de Atocha, donde Curro y su chavea, en la primavera del 74, caen rendidos ante su magia. ¡Ole, Manolo!
Babelia
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