¡On-da-vi-tal-yaaaaaa!
‘Dragon ball. Fighter Z’ es un título histórico para el videojuego por demostrar cómo la tecnología puede exhumar los sueños de la infancia
Patio de colegio de cualquier lugar de España. Años noventa. Dos chavales, ni siquiera preadolescentes, se miran en completo silencio. Sus cuerpos están encogidos en poses extrañas, retraídos en una dirección unívoca, la de sus manos cruzadas a la altura de la cintura. Comienzan a recitar, sílaba a sílaba y en crescendo de volumen: “¡Oooon-Daaaa-Viiii-Taaaaal!”. Cuando llega el ya, ambos extienden los brazos al unísono, como si estuvieran desatando una energía primigenia y letal desde la palma de sus manos. Evidentemente, no sale nada, pero en el mundo libre del juego infantil el rayo de energía es nítido y veloz.
Esta experiencia, que yo viví en primera persona en mi infancia, como lanzador y receptor de ondas vitales, es una experiencia generacional. Nos la motivó una serie de anime que conquistó el imaginario mundial con su violencia y candor desatados. Daba igual que uno sea gallego, murciano o tokiota. Todos soñábamos, dormidos y despiertos, con las aventuras de aquel superguerrero de cola de mono llamado Son Goku, ignorantes de que nos emocionábamos con una versión muy sui generis y a la japonesa del mito más famoso de la cultura china: El viaje al Oeste.
El caso es que Dragon Ball lo tenía todo para impactar la mente infantil con una huella indeleble. Sus combates a puñetazo limpio y a ondas vitales era el poder desatado de los dioses en una animación limitada pero extremadamente inteligente. Sus sagas extremadamente prolongadas en capítulos que a veces se reducían a un mero cruce de miradas y exabruptos eran perfectas para la ociosa vida propia de la edad. Y la constante superación en la conquista del poder por parte de sus personajes —visualizada en una transformación en guerreros de pelo rubio y ojos azules de inquietantes y a buen seguro involuntarios ecos de supremacía aria— eran combustible inagotable para las peleas de patio de colegio.
Ahora, gracias a Dragon ball. Fighter Z, se logra un sueño de la infancia, el ser superguerrero. No es que no haya habido innumerables juegos antes de este título, tanto en el subgénero de la lucha como en muchos otros, con Son Gokuh y compañía de protagonistas. Pero hay algo radicalmente distinto en cómo este título refleja esas batallas. Y esa revolución, que me atrevo a señalar como un hito para todo el medio, es su estética.
Dragon Ball. Fighter Z está sorprendentemente cerca en sus intenciones más esenciales de un juego a priori tan alejado como el nihilista y hermoso Shadow of the colossus. Se trata de jugar la carta de la nostalgia de una manera nada convencional. Se trata no de desempolvar los viejos éxitos del pasado sino de recrear un sentimiento a la altura del recuerdo. En este caso, el objetivo es, a través de las texturas y colores que se aplican a gráficos tridimensionales, lograr exactamente el mismo look del anime original. El éxito de tal empresa es asombroso y marca una nueva era en cómo el mimo y expresividad de la animación se pueden fusionar con la flexibilidad de los gráficos poligonales.
En diversas entrevistas sobre Fighter Z, el director del juego, Junya Motomura, insistía en que el aspecto visual de este título no era una mera recreación del anime, porque el anime luce mucho mejor en el recuerdo que en la realidad. Motomura insiste en el que el verdadero reto está en alcanzar al recuerdo de lo que fue y no a lo que fue. Las secuencias más espectaculares de Fighter Z, cuando se desatan los máximos poderes de los personajes en golpes especiales que pueden borrar la mitad de la barra de energía del rival, son efectivamente versiones muy realzadas de lo que podía observarse en el anime. Pero como los colores, formas, ángulos de la cámara y demás retruécanos visuales de la serie están perfectamente calcados, dan la sensación de réplica.
Esto es exactamente lo que ocurría en esa excelsa restauración de Shadow of the Colossus que reseñábamos hace unas semanas. Cada vez más, la tecnología brinda al videojuego armas para alcanzar al cine, animado o de carne y hueso, en su potencial expresivo, algo que en el pasado siempre había sido limitante por la cantidad de recursos que consume crear, en tiempo real, un arte interactivo como el videojuego. Pero esos límites, por mero progreso tecnológico, se van superando y las consecuencias de tal superación son eminentemente culturales. Las mecánicas de Dragon ball. Fighter Z no es lo que hacen de este título un hito, sino su abordaje estético y las emociones que este suscita si su infancia está marcada a fuego por las ondas vitales de Son Goku.
Es, sin duda, un paso más hacia ese camino futuro en el que la tecnología, al igual que ocurre en el cine, será soporte de cualquier tipo de alocado sueño y por tanto invisible para lo verdaderamente importante: el propósito artístico de la obra.
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