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Columna
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La nieve

'Glacé' desmadeja una trama con el oficio de los que saben dar las vueltas de tuerca suficientes para no perder audiencia

Ángel S. Harguindey
Fotograma de 'Glacé'.
Fotograma de 'Glacé'.

Sigue la racha francesa de thrillers en Netflix. En esta ocasión se trata de Glacé, serie de seis capítulos producidos por Gaumont que transcurre en unos paisajes espectaculares en el Alto Pirineo francés, hasta el punto de que condicionan la narrativa cinematográfica. Si en La peste la escenografía y los decorados desbordaban con frecuencia la acción, en Glacé es la naturaleza la que se impone a las andanzas del capitán de policía Martin Servaz.

Cerca de Saint-Martin, una pequeña localidad de montaña, es hallado el cadáver de un caballo decapitado al final del trayecto del teleférico a 2.000 metros de altitud. Comienza así una cruel y laboriosa madeja que los investigadores tratarán de desentrañar. Detrás del caballo decapitado —nada que ver con El Padrino— se halla una serie de asesinatos vinculados, años atrás, a varias violaciones y aparentes suicidios. Nieve y montaña por todas partes que la cámara no puede dejar de mostrar con planos cenitales. En ello se deben basar quienes señalan el anhelo nórdico de la serie.

Cabe mencionar también ese punto de cierta petulancia en los diálogos tan característica de los franceses en general y de quienes se regodean al escucharse a sí mismos en particular: “Todo es fortuito menos el azar”, por ejemplo, comenta el psicópata Hirtmann al capitán Servaz. Al parecer, es de obligado cumplimiento que en las series francesas siempre surja una frase para la posteridad. ¡Es la grandeur, estúpido! Con excepciones, todo hay que decirlo, como la estupenda Braquo.

Y, sin embargo, la serie entretiene. Los guionistas, con la supervisión de Gérard Carré, su creador, irán desmadejando una trama con el oficio de los que saben dar las vueltas de tuerca suficientes para no perder audiencia. Posibles sospechosos, policías desaliñados, grandes empresarios y políticos moralmente corruptos, amores y desamores... un micromundo el de Saint-Martin en el que cabe el universo.

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