"Aida" superstar reaparece en Madrid
La reposición de la ópera de Verdi remarca su importancia en la historia del Teatro Real
Antes de reinaugurarse el Teatro Real en 1997, la Aida de Verdi se había llegado a interpretar hasta en 303 ocasiones. No ya consolidando la hegemonía del compositor italiano en Madrid, sino superando la marca imbatible que había consolidado Rigoletto entre los gustos de la melomanía local. El duelo tiene un valor más estadístico que artístico, pero mantiene unos números interesantísimos. Son 387 las funciones que lleva acumuladas Rigoletto en Madrid gracias a las representaciones de la edad contemporánea, pero Aida recuperará terreno -378- cuando el 25 de marzo se represente por última vez el montaje hiperbólico de Hugo de Ana.
Hiperbólico lo fue hace 20 años -ahora la versión es menos suntuosa- por la exquisitez y el presupuesto del vestuario como por el esmero de los cuadros y por la sincronización de un trabajo que requiere la involucración de un millar de personas: cantantes, actores, figurantes, músicos, peluqueros, técnicos. El vestido de Amneris, por ejemplo, se prolongaba en 20 metros de seda, y el tenor encargado de emular a Radamés llevaba sobre sus espaldas un atuendo que redondea los 50 kilos.
Ha perdido ahora riqueza y lujo, incluso figurantes, pero se trata de una producción megalómana al estilo de las que frecuenta Hugo de Ana, forjada con la pretensión de arrobar a los espectadores. Presentar lo nunca visto. Seducirlos con una mezcla de realismo y exotismo. Pasar a la historia como la superproducción más cara nunca realizada en el Teatro Real. Y lo fue cuando se hizo por vez primera en 1998. Y lo ha sido. Y lo seguirá siendo.
Es la razón por la que el director de escena argentino ha sido invitado en el bicentenario del Real para resucitarla. Reposaba su producción en un hangar de las afueras de Madrid, ocupando decenas de contenedores. Y esperando que los camiones acudieran a buscarla. Para que pueda reanimarse. Y devolver a Aida todas aquellas sensaciones que provocó en el propio Teatro Real la primera función de la ópera de Verdi.
Habían transcurrido tres años del estreno en El Cairo, no exactamente para inaugurar el teatro de la capital egipcia -ya había sucedido con... Rigoletto-, sino para perseverar en un compromiso con la cultura "occidental" que se justificaba en la propia apertura comercial y geostratégica del Canal de Suez. Egipto aspiraba a integrarse en la comunidad de naciones desarrolladas. Y la ópera como género sofisticado formaba parte de unas razones extramusicales y tácticas que importaban poco a los melómanos madrileños. Querían escuchar "lo último" de Verdi, confortados por el hecho de que Aida ya había provocado un alboroto entusiasta en la Scala de Milán (1872).
Se explica así la enorme expectación y el correlativo ajetreo social que retratan la crónica de El Imparcial: "Brillante aspecto ofrecía la sala. La nobleza, la banca, las artes, las letras, y un mar de ojos azules y trigueños y garzos desparramados por palcos y butacas". Bullía el gallinero. O el paraíso. Y cuenta el crítico Asmodeo en las páginas de La Época que la ferocidad de los aficionados ultras, tan susceptibles a hacerse notar como el tendido 7 de Las Ventas, había mutado en mansedumbre de corderillo. Y se había producido incluso una extraña fraternización de las escalas sociales y de las jerarquías, como si Aida hubiera sido un bálsamo de armonía musical, social, sociologica.
Sólo faltaba convertir el acontecimiento en un "episodio nacional". Y allí estaba Benito Pérez Galdos para escribirlo. La histórica función se abre hueco entre las páginas de Cánovas. Menciona la efervescencia política que estimulaba España en el último mes de 1874. Aida se estrena el 12 de diciembre. Once días antes, Alfonso XII divulga el manifiesto de Sandhurst. Lo hace como príncipe, ofreciéndose a la patria en cuanto solución al marasmo político con que se habían amontonado el breve reinado de Amadeo de Saboya, la Primera República y el golpe del general Pavía.
Está convulsa Madrid. Y cuenta Pérez Galdos que se reconocen en los palcos privilegiados del Real a los prohombres de la causa alfonsina en una "turbamulta" de gente distinguida. Alfonso XII terminará siendo rey días después, el 29 de diciembre. Sus valedores abarrotan el teatro madrileño. Se regocijan en un espectáculo mayúsculo y megalómano. Se han elaborado para la ocasión siete telones pintados. Se ha reclutado a 60 modistas. Y se ha reconstruido con esmero un Egipto remoto e imaginario, no tanto filológico como aproximado al embrión art decó que iniciaba a despertarse.
La crítica de Peña y Goñi se esperaba con más interés que ninguna otra. Por su influencia. Por su prosa clarividente. Y porque su afinidad a Wagner podía resentirse de un ejercicio de parcialidad, pero el autor de Guerrita -Peña y Goñi fue un excelso crítico taurino- queda maravillado con la ópera de Verdi. Le atribuye valentía, sensibilidad. Y reconoce que penetra en el "resbaladizo terreno de la originalidad".
La originalidad era, en efecto, un rasgo distintivo de esta proeza musical de Verdi. Empezaban a acosarlo con sus devaneos en el wagnerismo -más peso de la armonía, más riqueza cromática, apelaciones el leitmotiv, tejidos orquestales complejos-, pero el compositor italiano rebasaba los jalones de su propio camino y se había acercado como nunca a la orilla de la creación pura. Verdi se inventa la Egipto remota de Ramfis y de Radamés. Crea un universo musical propio. Dota a la partitura de un ingenio y de un instinto al que la posteridad ha otorgado un genuino rango de interlocución con los espíritus de los faraones. Ha creado Verdi un género musical. Ha dado origen a una estética grandilocuente -e íntima también- que será adoptada como canon genérico del mundo antiguo. Incluidas las superproducciones hollywoodenses.
Y no es que Aida fuera una ópera sacada de la nada. Había un contexto histórico y cultural que justificaba las atenciones del compositor. No tanto por la noticia del Canal de Suez como por la repercusión del trabajo de los egiptólogos. Son los años en que la gran pionera Amelia Edwards funda la Egypt Exploration Society y publica sus trabajos de referencia a la orilla del Nilo. Proliferan las excavaciones. Prosperan la traducción e interpretación de los papiros, aunque la trama de Aida entronca igualmente con las obsesiones "contemporáneas" de Verdi. El amor, la lealtad, la traición, el deber patriótico, el sacrificio y la redención.
Quiso su editor, Ricordi, abrumarlo con libros y expertos. Incluso puso a su servicio un egiptólogo, tratando de imbuir a Verdi en un estado de hipnosis filológica. Leía Verdi. Documentaba el libreto con los escritos de Heródoto y con los estudios relativos al politeísmo, pero también los subordinaba a la idea de concebir un gran espectáculo, refutando, por añadidura, las conclusiones que François-Joseph Fétis había reunido en la Historia general del la Música, algunas de ellas relativas al presunto sistema tonal de los egipcios, a las familias de instrumentos, a la importancia de la percusión o del viento que sugerían los jeroglíficos y otros documentos recién exhumados.
"Este libro no me ha valido para nada", escribe Verdi a Ricordi. Y llama impostor a Fétis. Y lo llama hijo de perra, precisamente por convertir un caramillo de cuatro agujeros en el fundamento de una música tonal precursora de la nuestra. Impresiona la iracundia del ya veterano compositor, pero más impresiona la audacia con que fue capaz de parir la gran ópera egipcia. No hay otra caracterización historicista o folclorista que las trompetas, los tambores, los crótalos. Y Verdi los conocía bien. No porque fuera un egiptólogo, sino porque se crió al abrigo de las bandas militares y populares.
Ha conmovido Madrid su "Aida". Y ha reunido un cast excepcional en el que descolla Enrico Tamberlick, un tenor lírico-spinto que canta con valentía el aria inaugural y que agoniza con la credibilidad de un moribundo. Tanto impresionó su actuación que llegó a interpretar Radamés hasta en 68 ocasiones durante cuatro temporadas. No ya consolidando Aida en Madrid, pese al título, como "ópera de tenor", sino inaugurando una estirpe de gloriosos colegas a la que se fueron adhiriendo Hipólito Lázaro, Miguel Fleta, Aureliano Pertile y, excepcionalmente, Francesco Tamagno., haciendo todos ellos de Aida un acontecimiento "celeste".
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