Silencio, ha muerto López Cobos
El hueco que deja el maestro revela su talla internacional y, al mismo tiempo, la hostilidad que encontró en España cada vez que llevó a cabo su modelo reformista
Recuerdo haber compartido con Jesús López Cobos una visita al cementerio de Anif. Allí residía Karajan en una tumba espartana, sobria, modestísima, recubierta de flores e ilustrativa del contraste entre la megalomanía de su reinado y la democracia de los difuntos. "Sic transit gloria mundi", musitó el maestro zamorano delante de Herbert.
No para alardear de su familiaridad con el latín, sino para adquirir medida de la voracidad del tiempo. Ya lo escribe Cavafis en su poema de la torre del campanario de Gante. Las primeras agujas del reloj hieren. La última mata. Y muerto está López Cobos, como muerto esta Karajan, aunque impresiona el esfuerzo y el consenso con que lo han resucitado los medios extranjeros.
Digo que los extranjeros porque un repaso a los obiturarios de ultramar refleja la dimensión internacional del maestro, su reputación en las grandes compañías de ópera y orquestas, el respeto que le conceden los cantantes, los solistas. Y su fama de director escrupuloso, profundo, racional y versátil, sobrepasando incluso la percepción cicatera con que ha querido restringirse su experiencia en España. Cuando se decía que era un director aburrido. O cuando sus batallas quijotescas contra la Administración terminaron por convencerlo de que los molinos eran molinos en la alegoría circular de la endogamia. El eterno retorno de la burocracia.
Y no fue el único problema. Le surgió en sus años de gloria una suerte de parodia, una némesis que requirió cotidianas aclaraciones, pues apareció otro Cobos, Luis, cuya notoriedad en la prostitución de la música al ritmo de la percusión patibularia exigía a los melómanos obstinarnos en explicar la diferencia a los no iniciados. Cobos el bueno y el malo. Nuestro orgullo y nuestra pesadilla. El pionero y el vampiro. La música en su pureza y la música en su degeneración, de tal forma que todavía ayer tuve que implicarme en hacer pedagogía de la diferencia. Y tomar conciencia de la hostilidad con que Jesús López Cobos coexistió en la vida musical española. Habiendo estado vinculado a ella con una suerte de compromiso misionero.
Hace exactamente 30 años, el propio maestro zamorano asumió la responsabilidad de dirigir el ultimísimo concierto del Teatro Real antes de someterse el coliseo a su transformación. Lo hizo con las huestes del la Orquesta Nacional porque había asumido la titularidad en 1986. Incluso dirigió exactamente el mismo programa -Falla, Beethoven- que Rafael Frürhbeck de Burgos había escogido para la noche de la reapertura 22 años antes.
Era el último de los 1.599 conciertos que se habían oficiado en Madrid en aquel periodo de transición. Y sin imaginarlo, López Cobos abonaba el terreno de su regreso. Que no fue sencillo. Ni tuvo un desenlace dichoso, pero sí fructífero para la Orquesta Titular del Teatro Real.
Es la nomenclatura que define el compromiso contractual de la Orquesta Sinfónica de Madrid, la más antigua de España entre las agrupaciones estables -se fundó en 1903 con los rescoldos de la antigua Sociedad de Conciertos- y la más habitual en el foso del propio escenario madrileño desde que se reabrió el "hueco" del foso en el ejercicio de 1997.
Había precedido a López Cobos como director musical el maestro Luis Antonio García Navarro, pero la misión del primero adquirió mayor notoriedad. Por tiempo y porque tanto él como la propia agrupación sinfónica asumieron los esfuerzos de un salto cualitativo en la calidad del sonido que correspondía a un templo de ambiciones artísticas continentales.
Y también en su versatilidad. Los sinfónicos madrileños han recorrido todo el repertorio imaginable desde Monteverdi a Henze, del mismo modo que robustecieron su credibilidad con el liderazgo de Jesús López Cobos. Sabía de lo que hablaba el maestro de Toro -allí nació en 1940- porque había sido director de la Deutsche Oper de Berilin (1981-1990) y había frecuentado los grandes escenarios operísticos, sin excepción del Covent Garden, el Metropolitan, la Opera de Viena, la Scala de Milan o la Ópera de París. Quiere decirse que López Cobos jugaba al tenis en el Grand Slam y que conocía no ya en profundidad el lenguaje operísrtico, sino también las rutinas de los teatros, las epidemias funcionariales, las amenazas de huelga y las huelgas mismas.
Se había escarmentado en Madrid. La pretensión de renovar la Orquesta Nacional y de exponerla a una terapia "darwinista" precipitó un conflicto político-cultural a finales de los años 80 con el que tuvo que bregar Adoldo Marsillach, pues el dramaturgo y polifacético actor era entonces director general del INAEM (Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música), o sea, custodio de las dependencias del Ministerio de Cultura que alojaban a la propia ONE.
Se recrudeció el conflicto entre un sector de la Nacional y López-Cobos a cuenta de las diferencias de modelo -la entrada de músicos extranjeros, las pruebas de cualificación, las enmiendas al régimen funcionarial- , del mismo modo que se produjo un contraste de pareceres y hasta un conflicto de orden laboral cuando la gerencia del Teatro Real decidió no prolongar su contrato más allá de 2010.
Había sido fichado Gérard Mortier con todas las atribuciones -también las musicales, aunque no fuera director de orquesta- y era evidente que el nuevo intendente belga recelaba de la competencia de López Cobos. Por diferencias artísticas y porque no estaba dispuesto a compartir una cuota tan representativa de poder. Es el motivo por el que el maestro zamorano no pudo tampoco despedirse en las mejores condiciones anímicas. Sus últimas funciones consistieron en las de Simon Boccanegra en la temporada de 2010. Plácido Domingo acaparó los clamores. Y López Cobos cerró la puerta de su camerino convencido de que nunca iba a regresar el Teatro Real.
Babelia
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