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Las temperaturas del frío

Joan Margarit está dotado como pocos para la cirugía lírica de la emoción del presente después de un pasado que nunca es pasado enterrado

Jordi Gracia

La tentación más humillante de esta nota consiste en transcribir las palabras del propio Margarit en el luminoso epílogo a Un hivern fascinant / Un asombroso invierno. No han hecho demasiado caso los muchos lectores de su poesía a las prosas que agrupó en Un mal poema ensucia el mundo, publicado por Arpa hace un par de años, pero la decantación reflexiva de sus convicciones líricas removerían al lector, lo auxiliarían incluso en forma de estímulo exaltante. Entendería mejor y desecharía otra tentación que conspira contra su poesía, y algo más boba, porque predice su presunta obviedad de emoción. Quizá lo que pasa de veras es que ocurren demasiadas cosas en sus versos, y hasta para leer a los buenos poetas hay que atreverse con uno mismo y saber desdeñar infantilismos gratificantes como la “indignitat d’exagerar records” o, más ruin todavía, idealizar la importancia de los propios deseos (para hacerse enseguida poeta llorón y desengañado por esquinas solitarias de ciudades desoladas).

Joan Margarit llora porque ama, pero llora lo justo, dotado como pocos para la cirugía lírica de la emoción del presente después de un pasado que nunca es pasado enterrado: “una ferida també és un lloc on viure”, y sin herida no hay ni vida ni víscera, amorosa y corruptora, exaltante y melancólica. El invierno de la vejez contiene su fascinación sin mentira ni autoengaño, sin lacrimógena imprecación a dioses risibles, sino con la consistente ansia de merecer “la supernova de la intel.ligència” al final de la vida, hoy. El estoico templado segrega al hedonista como el animal de fondo que es, “feliç de no ser jove”, porque ha aprendido con el dolor y el amor, y ya desde Misteriosamente feliz, a “fer coincidir / alegria i raó” en una ecuación perturbadora y en el fondo más misántropa y egoísta de lo que quisiera. La poesía de vejez de Margarit carece de algodonosas metáforas ilusionistas, carece del brebaje dulzarrón de la esperanza redentora, repudia el miedo a vivir con todos los sentidos, a pesar del desgaste, la erosión y las melancolías.

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Ha vuelto el pasado de la experiencia a este poemario y lo ha hecho con la terquedad del poeta que no renuncia a decir su verdad áspera: la reconciliación consigo mismo no está hecha de espasmos inhibidores, de medias verdades y medias mentiras, sino de la asunción íntegra de la pérdida como conjuro vitalista. Claro que el pasado es un lugar peligroso, pero su hogar es el presente y es ahí donde “torna, sempre torna, l’alegria”, espantada y conmovida ante la “espléndida inutilidad” de lo vivido y salvado. En el dolor anida el amor y “sense el dolor / mai no hauríem pogut estimar així”, refugio y cepo a la vez. La herida es también un buen lugar donde vivir: “quan s’ha obert, / una esquerda no es torna a tancar mai”, y así sigue, espléndidamente abierta sin acogerse a la autocompasión, sin restituir al niño que se engañaba cuando el lobo aullaba en el fondo del bosque, cuando los buitres acechaban bajo el mar de niebla. La poesía puede contener necedad emocional y redenciones pueriles, pero sólo daña cuando la verdad, la belleza y la inteligencia cristalizan en el espasmo caliente del verano o en la plenitud fría del invierno.

Un asombroso invierno / Un hivern fascinant. Joan Margarit. Visor, 2017 102 páginas. 18 euros

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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