De animales y humanos
Una oleada de ensayos profundiza en la relación cada vez más alejada de nuestra especie con el resto de criaturas del planeta
Lumière. Comienza la aventura ha sido uno de los filmes más sorprendentes del año que acaba de concluir. Se trata de un montaje comentado de 108 películas, de apenas 50 segundos cada una, que rodaron los hermanos Lumière, los inventores del cinematógrafo, a finales del siglo XIX y principios del XX. Representan, ante todo, una gráfica descripción de cómo era el mundo en aquel momento de enorme cambio. Un detalle sorprende al espectador muy rápidamente: la presencia constante de animales de tiro en todas las escenas urbanas.
Ocurre lo mismo en la clásica novela de viajes en el tiempo de Jack Finney Ahora y siempre: cuando un ciudadano del siglo XX se desplaza al Nueva York de 1882 se queda petrificado ante el estruendo violento de los relinchos en un cruce de la Quinta Avenida. Podría ocurrirle lo mismo a alguien que visite ahora una megalópolis india y se cruce con todo tipo de bichos, hasta elefantes, por la calle. Es lo que Jenny Diski llama en su gran libro Lo que no sé de los animales (Seix Barral) la posdomesticidad, aquellas sociedades cuyos habitantes no tienen contacto con más animales que las mascotas.
El ensayo de Diski, una muy interesante escritora británica que falleció de cáncer a los 68 años en 2016, es una mezcla de libro de memorias, viajes, historia y etología —la ciencia que estudia el comportamiento de los animales—, pero ante todo demuestra el creciente interés, tanto literario como científico, por tratar de entender el comportamiento del resto de las criaturas de la Tierra. Los animales son cada vez más extraños, puesto que apenas tenemos contacto directo con ellos, pero, por otro lado, los conocemos mejor gracias a la ciencia. Los trabajos de estudiosos como Carl Safina —Mentes maravillosas, Galaxia Gutenberg, 2016— o Frans de Waal —¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, Tusquets, 2016— abrieron un camino que han transitado desde entonces muchos científicos, pero también escritores.
Los animales son cada vez más extraños, puesto que apenas tenemos contacto directo con ellos, pero se conocen mejor gracias a la ciencia
“Cualquier forma de mirar a los animales que elijamos repercutirá sobre nuestra forma de mirar a los seres humanos; al fin y al cabo para eso están”, escribe Diski en su libro, publicado originalmente en 2010, en pleno estallido del nuevo interés por la etología. Desde los elefantes hasta los gatos, desde los nuevos descubrimientos sobre la inteligencia animal hasta los problemas éticos que plantea el consumo de carne —relata que en 2004, la FAO aseguraba que existían 1.059 millones de ovejas en el mundo—, ofrece un sensato panorama sobre un asunto que ha ocupado a los humanos desde los primeros destellos del arte. No podemos olvidar que en sus muestras artísticas paleolíticas, hace más de 30.000 años, los Homo sapiens no se dibujaron a sí mismos, sino al resto de los animales. Nuestra mirada y nuestro comportamiento hacia ellos nos define como especie.
Hemos pasado de la observación a la experimentación, lo que nos ha permitido entender hasta qué punto algunos animales, como cuervos, orcas o elefantes, son capaces de resolver problemas complejos. Virtudes que considerábamos propias de los seres humanos, como la empatía, la generosidad o la rebelión ante la injusticia, también aparecen en otras especies. Esa transformación de nuestra sensibilidad ha ido acompañada de cambios legislativos: por ejemplo, en España el Congreso acaba de aprobar por unanimidad que los animales dejen de ser considerados “cosas” para convertirse en “seres vivos”, y en algunos países ya existen sentencias judiciales que definen a los grandes simios como “personas no humanas”. Sin embargo, es evidente que ese esfuerzo de comprensión hacia el otro choca con barreras que, por ahora, no hay forma de saltar. “Este gigantesco agujero negro en nuestra comprensión de las criaturas con las que compartimos el planeta”, escribe Diski, “un misterio tan enorme e irresistible como el universo mismo, resulta intolerable no sólo porque nos recuerda que no podemos acceder a ninguna otra conciencia, ni siquiera a las de aquellos que forman parte de nuestra propia especie”.
Que no comprendamos su inteligencia no significa que no exista. Lo importante es reconocer que la diferencia no nos hace superiores
Otro ensayo reciente, insólito y apasionante, nos obliga a reflexionar sobre ese abismo. Se trata de Otras mentes (Taurus), de Peter Godfrey-Smith, profesor de filosofía en las universidades de Nueva York y Sídney y submarinista. El tema del libro une las dos pasiones de este filósofo, el mar y el pensamiento: se trata de los pulpos, que se muestran unos animales de una inteligencia tan profunda como enigmática. Godfrey-Smith sostiene que son “lo más parecido a una inteligencia extraterrestre que podemos encontrar en la Tierra”. Comprender cómo piensa otro mamífero, como un delfín o un perro, no parece nada sencillo, pero tratar de asomarse a la mente de estos cefalópodos, cuyo último antepasado común con nosotros vivió hace 600 millones de años y era algo parecido a un gusano, se antoja una quimera.
Sin embargo, explica Godfrey-Smith, un pulpo común alberga un número considerable de neuronas, más o menos como un perro, unos 500 millones (los humanos tenemos 100.000 millones, aunque no siempre las utilizamos), y un complejísimo sistema nervioso. Y, sobre todo, son capaces de realizar hazañas increíbles: por ejemplo, el autor relata que unos investigadores descubrieron que en una zona de Indonesia los pulpos se pasean con dos cáscaras de coco vacías que utilizan como cobijo portátil después de unirlas. No son los primeros animales que utilizan herramientas, pero en este caso se trata de un comportamiento muy complejo y no observado en otras especies. También nos relata que los pulpos reconocen a individuos, es más, en acuarios lanzan chorros de agua contra personas que les caen mal.
La etología es una ciencia muy reciente. De hecho, se acaba de reeditar uno de los clásicos de esta disciplina, Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros (Tusquets), de Konrad Lorenz, que recibió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1973 junto a Karl R. von Frisch y Niko Tinbergen, por sus estudios sobre la danza de las abejas, uno de los mayores avances en la comprensión del comportamiento animal —un investigador por el que Diski no siente ninguna simpatía, dado que Lorenz militó en el Partido Nazi austriaco—. Libros como Lo que no sé de los animales y Otras mentes demuestran que se trata de un campo en el que nuestro conocimiento avanza muy rápidamente, pero que está lleno de lagunas que tal vez no se rellenen nunca. Nos enseñan que el gran salto se produjo al ser conscientes de nuestras limitaciones: que no podamos comprender la inteligencia animal no significa que no exista. Lo importante es reconocer que la diferencia no nos convierte en superiores, una de las muchas lecciones que podemos sacar de observar a los animales.
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