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Historias alternativas para empezar y acabar bien el año

Empezar el año y nuevos proyectos da mucha pereza, pero la historia, el cine y la literatura ofrecen edificantes ejemplos de gente que lo tuvo peor

Íñigo Domínguez

Personalmente, no conozco a nadie que haga eso que dicen las revistas que hacemos todos con el nuevo año, como proponerse aprender inglés en serio o empezar a hacer deporte. En general, bastante tenemos con llegar al 2 de enero y luego, el resto del año, a fin de mes. Además, no es para tanto. La historia, el cine y la literatura ofrecen numerosos ejemplos de gente que lo tuvo mucho más difícil y afrontó retos mayúsculos con la sola ayuda de sus fuerzas y su locura. Todo es ponerse. En los momentos resacosos que se avecinan pueden ser de gran ayuda, como ideal edificante, o solo por alegrarnos míseramente de estar mejor que otro. Repasemos algunos de ellos.

En algún lugar de Oriente Próximo, Noé y sus hijos antes de zarpar.

—Esto… papá, una cosa. No estoy seguro de haber visto entrar el pulgón de la patata, ni a él ni a su mujer.

—No me puedes estar hablando en serio, por Dios, Sem. Llevamos tres días con esto y acabamos de terminar.

Cuando está a punto de llegar el nuevo año, ofrecemos versiones alternativas de algunos finales y principios muy célebres

—En mi lista no está. En la de Jafet tampoco. Es que esto es un lío, no sé cómo aceptaste organizarlo. No sabes decir que no.

—Mira, si no están, peor para ellos, hay que irse, mira qué nubes. El mundo podrá sobrevivir sin el pulgón de la patata, y no te digo las patatas.

—Ahora soy yo el que no cree que me hables en serio. Tenemos un mandato divino, papá.

—No sé qué es peor, si el silencio de Dios o que se te aparezca cada dos por tres, y con los sustos que te pega. Esto va a acabar conmigo. Anda, empieza a sacar elefantes y vertebrados. Vamos a contar de nuevo.

—Por cierto, papá, ¿qué es una patata?

Roma, 1508. El papa Julio II abre la puerta de la Capilla Sixtina.

—Verás, es un espacio con muchas posibilidades, el anterior inquilino era un triste y lo dejó todo hecho unos zorros, pero yo creo que podría quedar muy bonito.

—Santidad, pe-pe-pero esto es enorme.

—Vamos, Miguel Ángel, no seas modesto.

—¡Pero es imposible, voy a tardar años! No hay material en el Antiguo Testamento para llenar esto. Además, hay humedades, tenían que haber puesto doble acristalamiento y antes habría que alicatar.

—Bueno, tú hazme un presupuesto. Mira, puedes pintar figuras muy grandes, así acabarás antes, y quiero mucha gente en pelotas, una cosa animada, moderna.

—No sé, Santidad, no lo veo, no lo veo.

—No se hable más, mañana a las ocho.

Londres, 1872. Número 7 de Saville Row, mansión de Phileas Fogg.

—Passepartout, creo que he hecho una estupidez. No debiste servirme ese cuarto martini, sabiendo que iba a ver a esos mentecatos del club.

—Señor Fogg, anímese, mírelo de forma positiva, veremos mundo.

—No sabes lo que estás diciendo, no nos dará tiempo a ver nada, tenemos que ir corriendo.

—Algo veremos, correremos aventuras, conoceremos chicas.

—Querido Passepartout, perderé toda mi fortuna con esta apuesta. Mejor que pensemos en un plan alternativo. Baja las persianas, llena la casa de víveres, cerveza, carnes frías y oporto, y vamos a hacer como que nos hemos ido. Luego salimos dentro de 79 días y a ver si cuela.

—Señor Fogg, me decepciona usted. Voy a hacer la maleta y salimos en una hora. No quiero excusas.

—Me da mucha pereza. Había una obra de teatro que quería ver…

En una lúgubre pensión de San Petersburgo, octubre de 1917.

—Vladímir Ilich, arriba gandul, que son las ocho de la mañana.

—He cambiado de idea, voy a quedarme durmiendo un poco más.

—Ni hablar, sinvergüenza, sé que has quedado en el Palacio de Invierno con esa banda de desgraciados que tienes.

—Lo he pensado mejor, hace mucho frío y estoy cansado. No sé si esto tiene algún sentido, nos van a dar para el pelo y acabaré otra vez en la cárcel.

—A mí me da igual lo que hagas, no lo quiero ni saber, pero hoy tienes que dejar la habitación y tú verás cómo te la arreglas para sacar algo de dinero si quieres volver a dormir.

—Vale, vale, me levanto, pero es la última revolución que intento, lo juro. Si esto no chuta, lo dejo y monto un bar.

Aeropuerto de Casablanca, 1941. El avión de Ilsa acaba de despegar. Rick y el comisario Renault se alejan por la pista en la oscuridad.

—No se ve nada, Rick, y hace mucho frío. Yo estoy solo con la chaqueta, por lo menos tú tienes la gabardina.

—No te quejes, que yo acabo de meter a mi novia en un avión con el tío soso ese. Dame un cigarrillo.

—No tengo. Y a estas horas está todo cerrado. Vamos a tomar un trago.

—He vendido el bar, Louis.

—¿Qué vamos a hacer? Me queda mucho para cobrar la pensión… Oye, Rick.

—¿Sí?

—¿Me puedes decir qué hacemos en medio de la pista? Es peligroso, ahora llega el avión de Lisboa.

—Sí, ese podría ser el final de una gran amistad. Mejor te acompaño a casa. Mañana te invito a desayunar.

Estación espacial MIR. Órbita terrestre. Finales del siglo XX. Llega un astronauta ruso, que toma el relevo del equipo estadounidense.

—¿Moscú? Aquí MIR. Se han ido ya, han dejado una nota, que no ha pasado la asistenta. Esto está hecho una porquería.

—Ja, ja, ja, camarada Lev, tienes ocho meses para limpiar. No te vas a aburrir.

—Está todo lleno de migas y pelusas flotando, hay trozos de pizza. Maldita sea.

—Ja, ja, ja, ocho meses, Lev.

—No funciona la máquina de café.

—Ja, ja, ja, para, por favor.

—Ni la caldera del calentador. ¿Moscú? ¿Moscú?

Una playa de un lugar indeterminado en el futuro. El coronel George Taylor grita y solloza desesperado junto a una mujer ante los restos calcinados de la Estatua de la Libertad.

—George, tenemos que irnos, el sol a esta hora pega mucho y ni nos hemos puesto crema.

—¿¡Pero no comprendes, pedazo de desgraciada, que acabo de descubrir que mi planeta ha sido destruido por un apocalipsis nuclear, la raza humana casi ha sido exterminada y estoy rodeado de simios que hablan!?

—Tampoco hay que ponerse así, ni insultar, vamos digo yo [comienza a llorar].

—Perdona, mujer, es que saberlo así, de sopetón…

—¡Déjame en paz, no me toques!

—No te pongas así, no quería gritar… Es que es muy fuerte saber que…

—¡Que me dejes!

—Venga, no llores, ya se nos ocurrirá algo. ¿No tienes un poco de hambre? Total, el mundo también estaba lleno de gilipollas. Vámonos, que no soporto la playa.

Estos días. En un hotel de Bruselas. Suena el teléfono, como cada día, a las ocho de la mañana.

—Bonjour, monsieur Puigdemont, ¿Sabe ya si se queda o se va? ¿Algo del minibar?

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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